‘The Lighthouse’: el terror es lo que no se ve

Este artículo contiene spoilers de la película ‘The Lighthouse’.

La retoma del espacio público parece no estar tan lejos como lo aparenta, pero su conquista es paulatina y prudencial. Dos meses después de sus cierres, la cuarentena ya nos devolvió las salas de los cines nacionales. Lo irónico es que nuestro regreso a las butacas del Cine Magaly se celebra con The Lighthouse (2019) y su historia de encierro.

The Lighthouse es un largometraje de terror dirigido por Robert Eggers (The Witch), y cuenta con Robert Pattinson y Willem Dafoe en los roles protagónicos (prácticamente son los únicos dos personajes). La película nos ambienta a fines del siglo XIX y narra la historia de Ephraim Winslow (Pattinson), un joven que decide embarcarse durante unas semanas como ayudante del farero Thomas Wake (Dafoe), encargado de resguardar y mantener el faro de una pequeña isla. Por causa de una feroz tormenta que los azota, ambos personajes deberán resguardarse en la cabaña del faro más tiempo del estimado, dando paso a constantes conflictos interpersonales y psicológicos. De este modo, el aislamiento no sólo los irá arrastrando poco a poco a la demencia, sino que empezará a diluir todo vestigio de realidad y toda noción temporal.

Pese a ello, la ironía no debe servir como motivo para evitar el filme, sino todo lo contrario. A pesar de no haber obtenido el reconocimiento que merecía en la pasada temporada de premios –contó con una sola nominación al Oscar en la categoría de Mejor cinematografía y obtuvo el premio a Mejor actor de reparto en los Independent Spirit Awards, los premios Satellite y la Columbus Film Critics Association–, desde su estreno en el Festival de Cine de Cannes, en mayo del año pasado, The Lighthouse ha sido considerada por la crítica como uno de los mejores largometrajes de terror de los últimos años (actualmente cuenta con una calificación de 7.6 en IMDb y de 90% en Rotten Tomatoes), y se ha convertido en una de las realizaciones más emblemáticas de A24, su casa productora independiente.

De este modo, The Lighthouse se constituye como una película de visionado obligatorio y, dentro del cine de terror, se sitúa como un exponente ideal del género. Por tal motivo, en este artículo hemos de buscar las respuestas a la pregunta: ¿por qué The Lighthouse es una buena película de terror? Responder a esta interrogante, como veremos, implica no sólo una revisión del género y del modo en que se hace cine, sino también un análisis sobre nosotros mismos; así que, de ahora en adelante, no queda más que navegar en las aguas misteriosas de alta mar.

Estética y terror



Para analizar The Lighthouse, y comprender las virtudes técnicas y narrativas que la constituyen como una buena película de terror, es necesario empezar por enmarcarla dentro de su género. El cine de Robert Eggers (hasta ahora compuesto por The Lighthouse y The Witch) goza de una destreza narrativa y estética en el modo de contar y mostrar una historia de terror. Su impecable trabajo, empero, no se presenta como una anomalía dentro del género, como un suceso sin precedentes, sino que parece responder a una especie de oleada de cineastas (en su mayoría de corta trayectoria en la industria) que han optado por pulir lo que entendemos por “terror” en el cine, y se desligan de los tropos y lugares comunes que han estancado al género desde inicios de los 2000. Es decir, que este terror no busca cimentarse sobre la base del jump scare o apelar al gore (por poner un par de ejemplos) para conseguir un impacto notable en la audiencia.

Es fácil considerar que la presencia del jump scare y el gore son ingredientes indispensables para que una película de terror sea buena, cuando estos abundan en el mainstream de la industria cinematográfica. Esta proliferación, desdichadamente, forma un ojo naïve, una mirada ingenua en la audiencia. Siguiendo estos ejemplos, el terror no se basa en un sobresalto causado por la aparición repentina de un elemento en pantalla (pues, de este modo, bien podría impactarnos tanto la aparición de un monstruo, así como el surgimiento inesperado de un perrito en un primer plano); tampoco es terror genuino la simple muestra en pantalla de sangre y desmembramientos propios del gore, esto puede causar morbo o asco e, incluso, comicidad cuando su uso es excesivo (como ocurriría adecuadamente en The Evil Dead de Sam Raimi), pero no terror.

Hablar de terror es hacer referencia al miedo, a las fobias y a la angustia, y el dominio de estos elementos es lo que diferencia una buena película del género. Precisamente, esta nueva ola de cineastas a la cual hacía referencia, comparten dicha destreza. Entre los principales exponentes de esta faceta del género es posible mencionar a Ari Aster con Hereditary (2018) y Midsommar (2019), y a Jennifer Kent con The Babadook (2014), pero también podemos rescatar a Panos Cosmatos con Mandy (2018), a Jonathan Glazer con Under the Skin (2013), a Luca Guadagnino y su remake de Suspiria (2018) y, por supuesto, a Robert Eggers.

El dominio cinematográfico del terror se da a través de dos medios: el estético y el psicológico. En primera instancia, hemos de abordar su carácter estético y, para ahondar en ello, es necesario que volvamos a The Lighthouse. La película, soberbiamente rodada en blanco y negro, con una asfixiante relación de aspecto de 1.19:1 (es decir, casi cuadrada), fue filmada en su totalidad por el cinematógrafo Jarin Blaschke (quien ya había colaborado con Eggers en The Witch), empleando modernas cámaras Panavision, pero recurriendo a lentes de los años treinta y filtros especiales para adoptar una estética de antaño. El filme, además, cuenta con una banda sonora compuesta magistralmente por Mark Korven (también compositor en The Witch), quien, dando una predominancia a los instrumentos de viento y a la reverberación, consigue emular el sonido de las sirenas de los barcos y el ruido tormentoso.

Conseguir la atmósfera ideal es el baluarte sobre el cual se sustenta estéticamente un filme del género, y el trabajo artístico que logra The Lighthouse (casi propio del expresionismo alemán) es un ejemplo de primer nivel. Su cinematografía, sonido y diseño de producción nos sumergen de primera entrada en el mundo de los personajes, y consiguen que no sólo podamos oír las olas rompiendo contra las rocas, escuchar el crujir de la cabaña y el graznido de las gaviotas, sino que la experiencia estética llega al punto de hacernos sentir angustiados por la tormenta y las condiciones del espacio, casi tanto como los personajes. Los sentimientos de claustrofobia y desesperación se encuentran tan perfectamente ambientados que uno mismo como espectador se siente envuelto en el descenso a la locura.

De los ejemplos mencionados hasta el momento, Mandy y Under the Skin, son otros claros referentes actuales de cómo el cuidado estético de un filme consigue orquestar el sentimiento de terror. Sin embargo, aunado a todo ello, otro factor primordial que debe dominarse estéticamente en el género es el encuadre mismo: marcar correctamente los límites de lo visible en el filme, saber dónde, cuándo y sobre qué poner la atención del público mediante la cámara.

Enmarcando el terror



Hace más de una década, específicamente en el 2008, el Universo Cinematográfico de Marvel recién daba sus primeros pasos con The Incredible Hulk, aquella película del “Gigante esmeralda” con Edward Norton como Bruce Banner. Si bien no tuve la oportunidad de verla mientras estaba en cartelera, tuve durante mi adolescencia su adaptación para DVD, la cual incluía una versión comentada por parte de su director, Louis Leterrier (The Dark Crystal: Age of Resistance), y demás miembros de la producción. Nunca olvidaré que, entre los comentarios, hubo unos a propósito de la primera aparición de Hulk en la película. Para quien no la recuerde, Bruce Banner es transformado en el “Gigante esmeralda”, por primera vez en el filme, durante una persecución en su refugio en Brasil, pero de él no vemos más que el torso o parte de su rostro, por lo que tendríamos que esperar aproximadamente a la mitad del metraje para ver a Hulk completamente en pantalla.

El comentario de los realizadores en torno a la primera transformación, consigue ejemplificar lo que sigue en nuestro estudio: la intención tras la muestra apenas parcial de Hulk es llevada a cabo con el fin de dotar su aparición de un ambiente terrorífico. Tanto sus adversarios como los espectadores, sabemos que Hulk se encuentra tras las sombras, vemos cómo los villanos son arrastrados a la oscuridad, pero no lo vemos a él. Lo anterior consigue crear un sentimiento de terror y angustia, cuya latencia se mantiene por la no-aparición total de Hulk. Es común, por ello, que el cine de terror haya mostrado un dominio en su determinación de lo que podemos ver y no ver en pantalla, de lo que está permitido aparecer y aquello que se prohíbe al encuadre.

El director de cine y escritor francés, Jean-Louis Comolli, mencionaba en una entrevista para Fata Morgana (2007, nº 3) que el encuadre cinematográfico es una transparencia que esconde, haciendo referencia al crítico André Bazin, “le cadre est un cache”, es decir, el encuadre es un ocultamiento. Para Comolli, “el rol de lo no visible es más importante que el de lo visible” y esto se vuelve más crucial en cine que en fotografía, dado que, a lo largo de un filme, “todo aquello que se mueve puede entrar en el encuadre y tornarse visible y salir del encuadre y tornarse invisible”. El argumento del cineasta implica pensar que el desarrollo visual de un largometraje está delimitado, en cierta medida, por una “erotización de los bordes del encuadre”, en el sentido de que existe constantemente una lógica pulsional sobre la apertura y el cierre de la imagen y su contenido, pulsión que, como veremos más adelante, posee implicaciones en la psique humana.

El problema de lo visible y lo invisible en la imagen (imagen cinematográfica, para nuestros fines) ha sido un objeto de estudio recurrente en las discusiones academicistas, como lo es en Derrida, o tal es el caso del filósofo e historiador del arte, George Didi-Huberman –quien incluso establece una distinción entre lo visible y lo visual–. Pese a esto último, el problema de fondo es el mismo: ¿cómo se establecen los límites de lo visible y la transparencia? ¿Puede lo invisible ser visto?

Si nos quedamos con Didi-Huberman, específicamente en sus comentarios para Fata Morgana (2009, nº 8), podemos traer a colación un simple ejemplo sobre este problema: todos nosotros hemos estado alguna vez en una situación de completa oscuridad (ya sea en nuestra habitación o caminando por la noche en una calle no iluminada), en la que, si acaso, es posible la distinción de nuestra propia mano y, sin embargo, en ambos escenarios mantenemos los ojos abiertos; ante ello, Didi-Huberman pregunta: si no vemos absolutamente nada, ¿por qué insistir en abrir nuestros ojos? La respuesta del filósofo consiste en que tenemos la convicción de que, detrás de todo lo que se ve, es posible leer algo más, es decir, que existe una legibilidad del mundo y de las imágenes. Lo visible o lo visual no hacen referencia, consiguientemente, a la simple actualidad de lo que vemos, sino que remiten a una “habilidad” del ver o, en otras palabras, comprenden una virtualidad de la imagen, una posibilidad de ver algo en la imagen que no necesariamente se encuentra en ella.

Para contextualizar esto, tomemos como ejemplo algunos clásicos del cine de terror. Pensemos, en primera instancia, en Rosemary’s Baby (1968) de Polanski, y remitámonos a su icónico final, en el que Rosemary descubre que su bebé no sólo ha sido robado por una secta satánica, sino que es hijo de Lucifer y está destinado a ser el Anticristo. Tomemos también como referencia a The Birds (1963), de Hitchcock, en la que el pequeño pueblo costero de Bodega Bay es azotado mortalmente por los cuervos y gaviotas de la zona. En ambos casos, el problema de lo visible es latente y clave para comprender el terror: en el filme de Polanski nunca vemos al recién nacido; deducimos, por las reacciones de su madre, que es un ser monstruoso, pero de él no percibimos más que su llanto. En Hitchcock, por su parte, nunca se obtiene una explicación concisa que dé cuenta del ataque de las aves, sabemos que optan por migrar a otro pueblo, pero el motivo por cual arremeten contra los lugareños nunca es dicho.

La decisión de ambos cineastas por dejar fuera del encuadre tales elementos (que, en principio, parecerían cruciales para comprender estas películas) es, más bien, lo que posibilita efectivamente el terror, lo que da paso a la angustia. La virtualidad del terror nace allí donde lo invisible en la imagen (el bebé o el motivo de los pájaros) se mantiene oculto, pero denotando que hay algo más. En ocasiones, esto también puede ser potenciado por el movimiento mismo de la cámara, tal es el caso de The Blair Witch Project (1999), donde el manejo de la cámara en mano desarrolla un rol primordial en el ocultamiento de la bruja y la potenciación de la angustia; o, nuevamente con Hitchcock, pero esta vez en Psycho (1960), con el innovador uso de la cámara en “primera persona”, pues, lo que el espectador percibe de entrada como un encuadre neutral que observa lo que acontece en el filme, resulta ser el ocultamiento de la mirada misma del asesino.

Ahora, de vuelta a nuestra película en cuestión, es claro notar cómo The Lighthouse se nutre o, mejor aún, se cimenta sobre el ocultamiento y lo visible, en la virtualidad de las imágenes, para mantener la latencia del misterio y el terror. En el filme, el objeto detonante del conflicto es el faro que los personajes deben mantener, el cual se convierte en motivo de disputa cuando Thomas Wake le impide a su subordinado, Ephraim Winslow, acercarse a la vidriera o cabina del faro, con la excusa de evitar que este último se obsesione con la misteriosa luz hasta el punto de caer en la locura, tal como pasó con su antiguo ayudante. Así, a lo largo de la trama, el interior de la vidriera del faro y lo que puede contener su luz, se mantienen ocultos tanto para Winslow como para nosotros; y, al final del filme, cuando Winslow consigue estar frente a frente con la linterna, lo que tenemos no es más que un primer plano del desdichado personaje, desde el interior de la linterna, en el que sólo podemos apreciar el éxtasis en su rostro y la radiante luz que emblanquece el encuadre.

¿Qué es, a fin de cuentas, lo que había en la luz del faro? No lo sabemos. Podemos argüir que aquello visto por el personaje de Pattinson fue propio de un relato de Lovecraft, un evento indescriptible, más allá del entendimiento humano y la cordura. Es posible, también, recurrir al MacGuffin del maletín de Marsellus Wallace (Pulp Fiction) y decir que la luz del faro contiene todo aquello que el espectador desee poner allí.

Pero, en la opinión de quien escribe, el faro no contiene nada sobrenatural, nada fuera de los límites de la mera razón. Interpretar el conflicto del filme de este modo, implica considerar que la luz no sería un componente mágico, metafórico ni nada parecido. El motivo por el cual los personajes enloquecen, se obsesionan y celan el faro, es simplemente por la belleza de su luz, belleza que brinda aquello que la isla, la tormenta y el abandono no propician. Cual diálogo platónico, la linterna del faro emite una luz de naturaleza divina, lo suficientemente bella como para embriagarse, para incitar su búsqueda; pero no es más que eso: una luz. Es allí donde se encuentran el terror y la angustia: en la pérdida de la razón por un misterio sustentado en nada, pero arraigado con fuerza en la psicología de los personajes.

El genio tanto de The Lighthouse como de las películas mencionadas, reside en la astucia y la destreza que implica el ocultamiento de tales componentes, lo cual se traduce como la puesta en escena de la “presencia de una ausencia” (lo ausente es el interior de la luz del faro, el bebé de Rosemary, el motivo de las aves); y esto, a su vez, conlleva a un posicionamiento clave: el rompimiento del supuesto de que todo es accesible.

Terror y deseo



Para Jean-Louis Comolli, la accesibilidad y la transparencia están íntimamente ligados o, al menos, son conceptos que se desarrollan de manera paralela, tanto en la industria cinematográfica como en lo político, por lo que poseen un peso ideológico y mediático. Para el cineasta, según menciona en su entrevista, “los medios asumen la función de develar aquello que está escondido”, es por esto que la industria del entretenimiento alimenta la falsa necesidad de transparencia. No obstante, resulta que en realidad nada es transparente (pues detrás de cada imagen consumida hay un sesgo ideológico y simbólico), por lo tanto, todo “se trata de una transparencia proyectada”.

Al inicio de este artículo se hizo referencia al ojo ingenuo, a esa mirada naïve predominante en el cine mainstream, pues esto, en relación con lo que Comolli plantea, se fortalece a medida que la industria del entretenimiento se sostiene sobre la falsa transparencia proyectada en función de la accesibilidad. Pensar el séptimo arte como producto de una industria que favorece la simplicidad del argumento de una historia, la llana “transparencia” en las motivaciones de los personajes y una cinematografía que encuadre las imágenes sin destreza alguna más que para mostrarlo todo, no sólo implica un pobre desarrollo del cine, sino que también posee un efecto en la psique del espectador, por lo que es necesario ahondar en este aspecto.

Hace unos párrafos arriba, hablábamos de una “erotización de los bordes del encuadre” y, como veremos, la referencia a lo erótico en tal expresión no es arbitraria. Un manejo apropiado de lo visible y lo virtualmente visible en una película implica un conocimiento de cómo funciona el deseo y, para efectos de nuestro tema, una buena película de terror debe saber cómo lidiar con esta variable. El problema del deseo –objeto de análisis a lo largo de la historia del pensamiento– es retomado por el filósofo y psicoanalista esloveno, Slavoj Žižek, durante una entrevista para Fata Morgana (2009, nº 7), quien considera que la comprensión de la estrategia del deseo abre un abanico interpretativo de cómo funciona nuestro consumo del cine.

El planteamiento de Žižek, de corte lacaniano, inicia con la puesta en escena de la paradoja del deseo: esta se rige mediante una ambivalencia entre la obtención del objeto deseado y la cercanía con él. En otras palabras, “cuando deseamos no queremos realmente el objeto, sino que buscamos una cercanía con el objeto, merodear a su alrededor” o, siguiendo el psicoanálisis de Lacan: “el objeto como causa del deseo no es lo mismo que el objeto del deseo”.

Una ejemplificación recurrente al respecto la encontramos con regularidad en la infancia: siendo niños, alguna vez todos llegamos a desear intensamente un juguete determinado de algún amigo, a tal punto que, por insistencia, nuestros padres cumplieron el capricho de comprarnos uno también; sin embargo, una vez con el juguete nuevo sólo para nosotros, rápidamente nos aburridos de este y no lo quisimos más. El problema en una situación de este tipo, radica en el desarrollo mismo del deseo: en el fondo, era mayor el deseo de tener el juguete ajeno de vez en cuando –es decir, tener una cercanía con este–, que poseerlo realmente.

El deseo es un componente fundamental en la sociedad de consumo, cuya latencia se debe a su incapacidad de satisfacción, pues, a medida que obtenemos lo deseado, creyendo así estar plenos, tenemos ya un nuevo deseo en nuestro horizonte. La noción de plenitud, entonces, se vuelve tan falsa como la transparencia que mencionábamos, pues, tal como considera Žižek, “los sueños ideológicos y los deseos no quieren que obtengas lo que deseas; ellos funcionan en ese margen entre el objeto del deseo y su verdadera obtención”.

Para ir estableciendo una conexión directa con el cine de terror, retomaré una frase eslovena que cita Žižek en su entrevista, a saber: “cuando obtienes el objeto de tus sueños, eso se llama pesadilla”. Dentro del ámbito cinematográfico, la obtención de la pesadilla se debe a la accesibilidad y la pretensión de transparencia que veíamos con Jean-Louis Comolli. El cine mainstream, trastocando la idea de erotización del encuadre, complace llanamente lo que desea la mirada (la pulsión escópica, el goce de mirar), sin embargo, su proceso para saciar al espectador resulta contraproducente: al mostrarse todo en pantalla, al contarse todo sin velo alguno, se genera una sobre-erotización de la mirada, una hiper-satisfacción del deseo debido a la saturación del filme. Dicha saturación –la verdadera pesadilla de nuestro deseo–, implicaría de fondo, para Comolli, una pérdida del sentido del cine, de la representación y del pensamiento.

Muchas de las producciones del cine de terror de las últimas dos décadas han sido un ejemplo claro de esta problemática: debido a la recurrencia de los lugares comunes en la narrativa y a las mismas técnicas fílmicas, el género se ha visto estancado y el público ya no siente terror. Largometrajes como The Lighthouse resultan ingeniosos para el género, precisamente, por establecer un rompimiento de este paradigma, manteniendo presente una armonía entre el terror de ver y el deseo de ver el terror. El goce de mirar (la pulsión escópica) reside en la posible transgresión de los límites de lo visible, lo inmostrable, lo insoportable –como bien vimos con Comolli–, y ahí reside tanto la historia del ojo como del cine de terror, en “el deseo como aquello que se consume frente a la evanescencia de su objeto”.

El terror en el diván



Llegamos finalmente al último tramo de nuestro estudio. Hasta el momento, sabemos que The Lighthouse resulta ser una buena película de terror debido a su maestría estética, consiguiendo así la creación de una atmósfera perturbadora; sabemos, también, que otro argumento a favor se debe al dominio del encuadre, manteniendo un juego astuto entre el ocultamiento y la visibilidad, lo cual, además, tiene repercusiones en la psique del espectador: conservando oculto el objeto del terror, prolonga el deseo latente de la mirada. De este modo, pues, conseguimos dar con el último aspecto constituyente de la película: el terror no sólo se genera por el ocultamiento sin más, sino por la angustia que produce lo reprimido en el filme.

Sigmund Freud, en su texto Das Unheimliche, lleva a cabo un estudio sobre el fenómeno psicológico de lo siniestro u ominoso, en vínculo con el sentimiento de angustia y la dinámica del inconsciente. Para Freud, lo ominoso es un concepto que remite a una “inquietante extrañeza”, dado que el adjetivo “unheimlich” se constituye con un antónimo de aquello que consideramos como familiar, de lo que nos resulta cercano, domesticado, conocido, secreto o seguro. De este modo, el contenido conceptual de lo siniestro, de la ominosidad, denota todo aquello extraño que, debiendo haber quedado oculto, se ha manifestado, produciéndonos un sentimiento de angustia, de inquietud (tal como subraya Freud a partir de una nota de Schelling).

No obstante, a pesar de que nos resulte extraño, lo siniestro no sería nada nuevo, menciona Freud. Este sentimiento de angustia, de terror, es algo que siempre fue familiar a la psique y que obtiene su extrañeza mediante el proceso de represión (de ahí la riqueza etimológica de lo Unheimlich). Por tal motivo, entre los elementos característicos de lo siniestro, Freud haría mención de los siguientes: el animismo y la animación de lo inanimado (de objetos que cobran vida), la mutilación asociada a la castración (como el temor a quedar ciego), el doble o el otro yo, la omnipotencia del pensamiento (como el temor al “mal de ojo”) y el cumplimiento misterioso de los deseos, lo onírico (dado que los sueños son manifestaciones inconscientes de deseos reprimidos, bajo su mirada) y, por supuesto, el miedo a la muerte.

Si analizamos la historia del terror, no sólo en el cine, sino también de la literatura, podemos clarificar cómo el género tiene mayor efectividad a medida que trabaja con el retorno de lo reprimido. La literatura gótica y las fantasías victorianas a menudo resultan perfectos ejemplares del vínculo entre lo siniestro y el terror con la represión. Podemos notar en Dracula de Bram Stoker, o The Picture of Dorian Gray de Oscar Wilde, cómo la sexualidad reprimida por la moral se constituye como un pilar que, al desatarse, produce el terror. Edgar Allan Poe también es otro ejemplo clave en la historia del género, pues sus relatos ostentan un manejo sobre la culpa o la locura –curiosamente, es en la última obra de Poe (inconclusa, debido a la muerte del autor), de la cual parte The Lighthouse.

Volviendo al filme de Robert Eggers, decía anteriormente que el misterio de la luz en el faro carece de algún sustento sobrenatural o místico, y que no es en la luz misma donde radica el terror de la trama. La verdadera ominosidad reside ahí donde se manifiesta la represión, y The Lighthouse lo expresa adecuadamente al trastocar la salud mental y el comportamiento de los personajes. El terror o lo siniestro se expresa por el retorno de la soledad, la pérdida de la razón, la sexualidad, la masculinidad, la disputa de poder y el temor a la naturaleza, de los cuales, muchos de estos factores han sido vinculados por el psicoanálisis a la angustia infantil y pueden manifestarse en la adultez.

El terror es lo-que-no-se-ve y lo siniestro causa angustia por ser extraño o desconocido, esto es así tanto para los personajes como para los espectadores. Lo terrorífico de The Lighthouse radica en llevar la demencia a su límite, pues la locura y la pérdida de toda noción de lo real forman parte de algo desconocido para nosotros, están más allá de nuestra razón. La pérdida de la cordura asociada a la soledad es una constante del género cinematográfico y un ejemplo ideal lo hallamos también en The Shining (1980) de Kubrick, donde lo ominoso no se encuentra realmente en la presencia de fantasmas y entes malignos del Hotel Overlook, sino en la disputa de alguien enfrentándose a sí mismo, a sus demonios y su pasado, implicando la puesta en escena de la degradación y pérdida de toda humanidad y cordura, debido a situaciones extremas.

A su vez, entre los otros detonantes de lo ominoso en The Lighthouse, podemos traer a colación el poder, el cual puede ser crucial para propiciar el terror. Primero, recordemos The Silence of the Lambs (1991) y la magistral actuación de Anthony Hopkins como Hannibal Lecter. En ella, el terror que infunde el Dr. Lecter no se debe simplemente a que sea un caníbal (lo cual por sí solo ya representa un tabú) o porque tenga la oportunidad de asesinar a algún personaje distraído. De ser así, el antagonista “Buffalo Bill”, quien resulta más peligroso por el hecho de estar en libertad, sería el personaje que infunda más terror; pero el panorama no es este, porque lo siniestro de Hannibal radica en que tiene el dominio del poder y lo ejerce sobre los demás sin necesidad de salir de su prisión. Esto lo notamos constantemente en las conversaciones que tiene con Clarice Starling, donde incluso el lenguaje corporal de ambos personajes, así como el encuadre de la cámara, denotan quién tiene el control de la situación y quién está subyugado.

En The Lighthouse ocurre algo similar, aunado al problema de la violencia en la masculinidad, cuando Ephraim Winslow y Thomas Wake (con Pattinson y Dafoe dando una de las actuaciones más histriónicas de los últimos años) se disputan el poder mismo, el control del espacio y del Otro que es sometido; culminando con esa escena donde Winslow, una vez ganada la disputa, pone una soga en el cuello de Wake y lo trata como si fuera su perro.

Finalmente, otro elemento ominoso que trabaja The Lighthouse es el terror a la naturaleza (representado por la bravura de la tormenta y la amenaza de la gaviota) y que no es ajeno a la filmografía de Eggers, pues ya en The Witch encontrábamos el tema del bosque y los animales como lo siniestro que alberga la muerte. La fragilidad del ser humano ante las fuerzas naturales se concibe como un retorno más de un temor reprimido que se creía superado. En este sentido, resulta interesante notar el carácter animista que posee la tormenta (pensándolo en función de lo que veíamos con Freud), puesto que parece azotar a nuestros personajes como maldiciéndolos por la matanza de una gaviota.

Con respecto a esto, el filósofo Nuccio Ordine y el cineasta Werner Herzog han ahondado en el tema de la naturaleza en el cine en un par de entrevistas para Fata Morgana (2011, nº 14 y 2008, nº 6, respectivamente), coincidiendo en el mismo punto: la naturaleza y la animalidad aparecen a menudo en el cine como elementos desestabilizadores de un antropocentrismo y, en el caso del cine de terror, están para representar a la audiencia la vulnerabilidad de nuestro cuerpo y de nuestra carne; y en las películas de Robert Eggers, por ejemplo, la fragilidad y la muerte se manifiestan cuando los personajes buscan dominar la naturaleza, o adaptarse y redimirse a costa de ella con el fin de encontrar una nueva vida.

A merced de las gaviotas

Si, para Goya, los sueños de la razón producen monstruos, en The Lighthouse encontramos que lo verdaderamente monstruoso inicia cuando la razón se debilita, allí donde lo que se sueña es lo reprimido y lo inconsciente, y se borran los límites de lo desconocido y lo real. La pesadilla aparece en nuestra capacidad de ceder ante el deseo, mirando precavidamente aquellos temores que yacen ocultos en nosotros mismos, pero que hemos excluido culturalmente del ámbito de lo decible y lo mostrable.

Así, una vez señalados los aspectos por los cuales este filme se alza como una muestra contemporánea de cómo hacer cine de terror, no queda más que concluir resaltando los factores que se ocultan tras los cimientos de nuestra cotidianidad, y que son estremecidos por un buen dominio del terror, dejándonos así en un estado de angustia que golpetea con latencia nuestra psique, tal como Ephraim Winslow acaba devorado por las voraces gaviotas, como si del propio Prometeo se tratara.

*El autor es filósofo graduado de la Universidad de Costa Rica y productor audiovisual.

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