I
Una mujer corre a través de lo que parece un bosque espinoso. Huye con un bebé en sus brazos y mira hacia atrás con pavor. No vemos la amenaza que la persigue, pero el gesto de la mujer nos da el indicio suficiente para pensar que se trata de un asunto de vida o muerte. Al final del bosque, se encuentra una colina que podría representar el último obstáculo para su libertad. Sin embargo, al intentar subir el montículo, aparece el horror: una mano gigante de color azul ha impedido el paso de la mujer y, con un ademán juguetón, la empuja cuesta abajo. La víctima, aún con la fuerza suficiente para sostener al bebé, decide subir de nuevo la colina, pero, cual tarea encomendada a Sísifo, el intento resulta absurdo e inútil, y sólo recibe a cambio otro golpe del amenazante dedo índice.
En un primer plano, se nos muestra la mirada de espanto que únicamente podría tener alguien que se sabe a sí mismo ante las puertas de la muerte. La mujer ahora huye a rastras, no para salvar su propia vida, sino la del recién nacido que carga consigo. Finalmente, ocurre lo inevitable: la mano azul la ha tomado de la cintura y la ha elevado del suelo a una altura considerable. Ella agita sus brazos con pánico, pero de nada sirve, la mano ha soltado a su víctima y ahora esta yace sin vida frente a la criatura que buscó proteger. Tras su muerte, vemos a sus victimarios: tres seres humanoides, aparentemente de corta edad, gigantes y de color azul, con ojos rojos y orejas que se asemejan a aletas; estos se encuentran extrañados por lo que ha ocurrido, pues su presa ya no se mueve, ya no pueden jugar con ella y no les queda más que huir, dejando tras de sí al niño indefenso.
Toda esta secuencia tiene una duración de menos de cinco minutos y con ella se da el comienzo de La Planète sauvage, una obra capital tanto del cine animado como de la ciencia ficción. El pasado 11 de mayo se cumplieron 50 años desde su estreno en 1973 en el Festival de Cannes (evento en el cual obtuvo un galardón especial por parte del jurado), de modo que, para conmemorar su ya consagrado lugar en la historia del séptimo arte, en este artículo hemos de enfocarnos en esos aspectos que hacen de este filme un proyecto artístico de imprescindible visionado.
La Plànete sauvage es una producción europea realizada entre Francia y la antigua Checoslovaquia. En primera instancia, salta a la vista su estilo visual: el filme recurre a la técnica de animación con recortes, una variante del stop-motion considerada como heredera del teatro de sombras chinas. Para la década de los años setenta, se trataba de una forma de animación apta para producciones de bajo costo, y no era del todo un estilo poco conocido, puesto que ya contaba con grandes precedentes como The Adventures of Prince Achmed (1926) de la cineasta alemana Lotte Reiniger, y era un recurso empleado con regularidad por Terry Gilliam en varios segmentos de Monty Python’s Flying Circus (1969-1974), la popular serie de comedia británica.
El director francés René Laloux poseía ya una experiencia notable en esta técnica de animación, dado que había recurrido a ella en sus cortometrajes Les temps morts (1964) y Les escargots (1965). En ambos proyectos trabajó mano a mano con Roland Topor, el polifacético artista francés, judío y de origen polaco, quien para entonces se dedicaba tanto a las artes visuales como a la escritura, y había ya publicado Le locataire chimérique (1964), novela que años más tarde sería adaptada a la gran pantalla por Roman Polanski en The Tenant (1976).
Para su primer proyecto de larga duración, Laloux y Topor decidieron adaptar la novela de ciencia ficción Oms en série (1957), escrita por el francés Stefan Wul. Aunque todos los diseños del filme son un producto original de Topor, inspirado enormemente en la vanguardia del surrealismo, el equipo encargado de realizar la animación del proyecto fue el Jirí Trnka Studio, ubicado en Praga, el cual se especializaba en animación stop-motion y, dicho sea de paso, llevaba el nombre del animador y titiritero más reconocido de Checoslovaquia. Por último, hacía falta musicalizar la obra y, para ello, el encargado fue el francés Alain Goraguer, compositor que lastimosamente falleció el pasado 13 de febrero. Acorde al zeitgeist de los años setenta, Goraguer compuso una banda sonora que bebía del jazz y estaba marcada por una influencia de agrupaciones como Pink Floyd y, con ello, cerró la propuesta estética de una obra cargada de extravagancia.
Sin embargo, las más grandes obras de la ciencia ficción, al menos en lo que a historia del cine nos concierne, ocupan un lugar privilegiado no sólo por su apartado visual, sino también por el peso narrativo de sus guiones. Si echamos un vistazo a los principales exponentes del género en el siglo XX, nos encontramos filmes como Stalker (1972) de Andrei Tarkovsky, 2001: A Space Odyssey (1968) de Stanley Kubrick, Metropolis (1927) de Fritz Lang o, incluso, La jetée (1962) de Chris Marker. En todas estas producciones, la ciencia ficción ofrece una mirada que se proyecta a mundos posibles para luego reflejarse sobre nosotros mismos. Sus historias representan un abordaje sobre nuestra condición existencial, son odiseas atravesadas por los alcances del quehacer humano, por la pregunta sobre nuestro espacio en el universo, sobre la lucha contra la mortalidad o por las posibilidades sociales y políticas del desarrollo tecnológico. En este sentido, La Planète sauvage de René Laloux se acopla a la perfección con los recursos y lugares comunes que ofrecía el género para su época.
II
Si hacemos un esfuerzo por recordar esos fatídicos primeros minutos del filme, veremos que el indefenso bebé ha sido ahora encontrado por otro par de seres azules, esta vez un padre y su hija que daban un paseo por el sendero. Estos seres son los draag, una raza alienígena de gran tamaño que habita el planeta Ygam. Tecnológicamente avanzados, los draag han llevado a su planeta a los oms, seres humanos descendientes de una Tierra que ahora yace reducida a escombros. Los oms, ante los ojos de los draag, son vistos como una especie diminuta de animales cuya única función en Ygam es la de ser mascotas para los pequeños draag. Ante esta situación de dominio, algunos oms han conseguido escapar y ahora se refugian entre la maleza de los parques y las afueras de la ciudad, visten de manera rudimentaria y sobreviven gracias a la caza de ciertas alimañas que se encuentran en la zona. Sin embargo, los draag ven en estos oms furtivos una plaga de seres salvajes que debe ser controlada para evitar su reproducción, y concentran sus esfuerzos para fumigar los pequeños escondites humanos.
Tiwa, la niña draag que caminaba con su padre, toma al bebé entre sus manos y le suplica a su progenitor que le deje adoptarlo como una mascota. Tras nombrarle «Terr», le lleva a su casa, le coloca un collar y lo cría durante varios años. Así, Terr, el protagonista del filme, con el paso del tiempo empezará a desarrollar un interés por el comportamiento de los draag. Presta especial atención al papel que desempeña la meditación en esta sociedad avanzada y aprovecha las sesiones de aprendizaje de la joven Tiwa para lograr comprender su idioma, y conocer a profundidad los misterios científicos y culturales de sus captores.
Al alcanzar una edad suficiente, Terr escapa de los dominios de Tiwa, cargando consigo el aparato enciclopédico que dictaba las lecciones sobre los draag, una especie de auricular en forma de diadema que podía ser arrastrado por un ser humano cualquiera, aunque con cierta dificultad. En su fuga, se encuentra con una agrupación de oms salvajes y es en este punto de la historia donde La Planète sauvage explota sus cualidades narrativas.
El filme de Laloux y Topor podría considerarse como un ensayo audiovisual antropológico. La partida de Terr sucede en un momento crucial para la supervivencia de su especie, puesto que los draag han empezado a organizar asambleas para discutir el estatus de los oms: sospechan que no se trata de una simple plaga de animales carentes de conciencia alguna, sino que están frente a una especie inteligente, cuyos restos en el planeta Tierra demuestran un atisbo de formaciones civilizadas, y ahora temen de su potencial adaptativo a las condiciones del planeta Ygam.
Los líderes sociales draag están en lo correcto, salvo por un detalle significativo: la condición de posibilidad que permitiría a los oms sobrevivir al exterminio yace en el alcance que estos tengan al conocimiento científico de los draag y, específicamente, a su lenguaje. De este modo, Terr, como si se tratase de Prometeo robando el fuego de los dioses para entregarlo a la humanidad, presenta a los oms salvajes el saber que tanto han necesitado. Estos últimos, debido a sus condiciones precarias, no saben leer ni escribir y, aunque poseen la destreza física necesaria para cazar y alimentarse, no poseen los medios intelectuales suficientes para distinguir las señales que marcan la ciudad de los draag, y han perecido en más de una ocasión a causa del desconocimiento sobre los objetos y alimañas que les rodean.
El encuentro entre Terr y su propia especie no es fácil. Los oms salvajes han desarrollado una jerarquía social teocéntrica y, como muchas veces ha ocurrido, quienes ostentan el poder bajo el supuesto de que ha sido cedido por una deidad cualquiera, rechazan todo aquello que represente un avance pedagógico cultural que amenace con el orden establecido. Al final, tras recibir un primer ataque por parte de los draag, el conocimiento vence a la superstición, marcando el comienzo de un desarrollo social y tecnológico considerable para los oms, quienes han decidido mudarse a un vertedero abandonado repleto de restos de cohetes y otros aparatos de sus antiguos amos.
Han pasado ya algunas décadas y el nuevo asentamiento de los oms ha rendido sus frutos: ocultos ante los ojos de los draag, los descendientes de la Tierra construyeron sus propios cohetes y se encuentran a las puertas del éxodo. Su destino es la luna de Ygam. Después de una partida de emergencia, el aterrizaje en el satélite demuestra lo impensable: la meditación de los draag era la antesala a un ritual reproductivo que ocurría en la luna. Ante el encuentro con este evento, los oms destruyen los cuerpos que permitían la reproducción de sus captores. El riesgo que representa cortar de raíz la posibilidad de procrear su especie, obliga a los draag a establecer un tratado de paz con los oms, permitiéndoles finalmente la construcción de un satélite artificial que orbite sobre Ygam. Esta nueva luna fue bautizada «Terr».
III
Señalaba anteriormente el marcado sentido antropológico de La Planète sauvage debido al tipo de mirada con la cual se acerca a sus personajes y los conflictos que les determinan. El planeta Ygam es mostrado como un mundo vasto y extraño, cuya vida salvaje se rige, como es usual, bajo la norma del matar o morir: en más de una ocasión, Laloux y Topor nos presentan especies salvajes que salen de sus cascarones sólo para ser devorados por un depredador astuto, y presenciamos la llegada de bestias voraces e indiferentes que se alimentan de seres humanos desprevenidos.
Esta dinámica de la voluntad del más fuerte rige también la relación entre los draag y los oms, puesto que se encuentran en una desigualdad de condiciones. Su interacción resulta típica ante una dialéctica hegeliana entre el amo y el esclavo: los draag buscan confirmarse a sí mismos como los amos a partir de la domesticación de los oms, pero no pueden negar su condición como seres inteligentes y adaptativos. Los oms que no han consentido su estatus como mascotas, luchan por reafirmarse como lo que son, aunque esto signifique dar muerte a los gigantes azules. La solución del filme, aunque pueda parecer idealista por su carácter pacífico, refleja el único panorama cuya respuesta no era la aniquilación mutua, sino el reconocimiento de la otredad a partir de la comprensión antropológica y cultural entre ambos bandos.
A modo de cierre, podría señalarse el carácter alegórico de La Planète sauvage, cuyas interpretaciones más frecuentes leen en la obra un comentario sobre la lucha de las minorías raciales o la búsqueda de derechos para los animales no-humanos. Acercamientos de este tipo resultan enteramente válidos en el marco de los temas que el filme explora y forman parte de su riqueza artística. Sin embargo, visto desde un panorama con mayor amplitud, Laloux y Topor nos han regalado una oda hacia la humanidad plena: ambos cuentan una historia sobre la fuerza de voluntad y la adaptación humana en los peores escenarios, y esto se lleva a cabo sin perder de vista el poder del enriquecimiento cultural, así como el rompimiento de las barreras que nos separan de «lo enteramente otro». Así, a sus 50 años, esta obra de la animación se mantiene intacta e imperecedera y, como si se tratase de los oms salvajes, con cada visionado reafirma su estatus como una de las cúspides cinematográficas de la ciencia ficción.