Entrevista a Valentina Maurel, directora de ‘Tengo Sueños Eléctricos’

Desear y avanzar a ciegas: Entrevista a Valentina Maurel, directora de ‘Tengo Sueños Eléctricos’

Al otro lado de la línea está una joven cineasta, en igual medida costarricense y francesa. Tal vez por simple curiosidad, lo primero que quiero saber sobre ella es cuáles son los artistas de Francia que más le han gustado o inspirado.

El primer nombre que menciona es Marguerite Duras.

-Supongo que en la adolescencia leí alguno de sus libros -me dice-, e incluso, más recientemente, descubrí L’Amant y de verdad me encanta como ella escribe.

También para mí El Amante es un hallazgo reciente y significativo, si bien (al menos por ahora) más específicamente por la adaptación de 1992, dirigida por Jean-Jacques Annaud, protagonizada por Jane March y Tony Leung Ka-fai. En el tapiz de melancolía que es la controversial historia de El Amante vi tejidos algunos temas, como la identidad (ya sea personal, nacional o cultural), la familia, el anhelo de aspirar a algo más grande en la vida y su conflicto con la monotonía de la realidad cotidiana, y sobre todo, quizá, la sencilla, complicada y punzante belleza de las relaciones humanas. Todos estos son temas que, sin duda, la cineasta que ha mencionado a Duras como una de sus influencias ha experimentado y explorado a través de su propia obra.

Así que, por extraño que pueda verse un epígrafe al inicio de una entrevista escrita, la cita anterior no fue puesta gratuitamente porque el entrevistador sea un francófilo pretencioso, sino porque la entrevistada es la directora Valentina Maurel, y en la cita de Duras me parece ver un je ne sais quoi que habla directamente con algo muy íntimo en su historia y trayectoria.



-Obviamente -continúa explicando Valentina-, el cine francés también me ha influenciado bastante. Hace poco descubrí que me encanta Rohmer, cuando antes pensaba que lo odiaba, y hay otro cineasta que me gusta mucho: Louis Malle, que hizo una peli llamada Soplo en el corazón, en la que hay una gran libertad de tono que me gusta muchísimo y me inspiró bastante, porque me dio la impresión de que podía ser muy libre en mi escritura y que eso se valía. ¡Ah! Y también hay un poeta, poco conocido, pero es un gran poeta llamado Thierry Metz, que me parece un gran descubrimiento. No creo que esté traducido, pero es fácil de acercarse a su texto. L’homme qui penche. Eso sí, para leerlo hay que prepararse un poco, hay que tener tripas para aguantar la tristeza de lo que escribe. Muy bello, muy triste.

En este punto confirmo algo que sospechaba desde el momento de preparar la entrevista, y es que la lista de preguntas que podría hacerle a Valentina Maurel es inmensa, independientemente de si el motivo es, o no, el reciente estreno en cines nacionales de su largometraje Tengo sueños eléctricos el pasado 23 de marzo. Este drama, coproducido entre Costa Rica, Bélgica y Francia, y protagonizado por Daniela Marín Navarro y Reinaldo Amién Gutiérrez, narra la historia de la joven Eva, quien, tras haberse hartado de convivir con su madre, decide irse de su casa para vivir con su padre, Martín, quien parece estar experimentando una segunda adolescencia luego de haberse divorciado de la madre de Eva, con todos los bruscos altibajos emocionales que eso implica, y que Eva deberá aprender a afrontar.

La propia directora lo explica mejor que nadie al declarar: “En la borrosa realidad de la adolescencia, inmersa en un mundo en desintegración, quería hablar del amor filial, de la transmisión de la violencia, del vértigo del descubrimiento sexual intentando comprender qué hace que la frontera entre el odio y el amor sea tan porosa”.

A pesar de que Tengo sueños eléctricos es su primer largometraje, Valentina Maurel no es una cineasta novata, ni en el arte ni en el éxito. Solo con el cortometraje Paul est là, su proyecto de graduación en el Institut National Supérieur des Arts du Spectacle et des Techniques de Diffusion, la realizadora fue galardonada con el Primer Premio de la Cinefondation en el Festival de Cannes 2017; y como si esto no fuera suficiente, dos años después volvió a Cannes con su cortometraje Lucía en el limbo, al haber sido seleccionado en la Semaine de la Critique.

Su nueva película, mucho antes de ser exhibida en Costa Rica, también ha recorrido su propio camino de laureles alrededor del mundo. Tengo sueños eléctricos fue estrenada en el Festival de Cine de Locarno, donde obtuvo premios por Mejor Dirección, para Maurel; Mejor Interpretación Femenina, para Marín Navarro; y Mejor Interpretación Masculina, para Amién Gutiérrez. Después de eso, tanto la película como su equipo creativo han recibido honores y premios en el Film Fest Gent de Bélgica, el Festival de Cine de Bogotá, el Festival de Cine de Mar del Plata, el Festival de Cine de Tesalónica, el Festival de Cine de Leeds, el Festival de Cine de Antofagasta, el Festival Cineuropa, el Festival de Cine de la India, el Festival de Cine Rec Tarragona, y el Festival de Cine de Luxemburgo… solo para mencionar algunos lugares.



Entre las muchas preguntas que quiero hacerle a Valentina Maurel están las que (como es de esperarse) ya le han hecho cien veces en otros medios; por ejemplo, sobre su formación y orígenes artísticos al ser hija de Ana Istarú y César Maurel, dos luminarias de la cultura costarricense, o su compleja relación con el país de su nacimiento y cómo cobró una dimensión totalmente nueva cuando se estableció en Bélgica, donde, según me dice, nunca se sintió más costarricense, o el origen de Tengo sueños eléctricos, o el significado de sus temas (en particular, la violencia). Como parte de mi afán periodístico, procuro pensar en preguntas interesantes que, con suerte, no se hayan explorado en entrevistas previas, y sin embargo, con la perspicacia y sensibilidad de una experta narradora, la propia Valentina me brinda no solo las respuestas, sino las pistas y señales de todo lo demás que queda sin preguntar.

Usted viene de una familia de grandes y célebres artistas, y sin embargo ha labrado su propio nombre e identidad artística por medio del cine. ¿Por qué el cine? ¿Qué hubo o qué hay en esta forma de arte que la cautivó o apasionó por encima de las demás?

-Varias cosas. Primero que todo, era un terreno que me parecía “neutro” pues ni mi mamá ni mi papá, ni nadie del lado de mi familia francesa (que también son artistas) se habían aventurado en él, y también porque descubrí el cine desde lo accidental y lo prohibido.

La entrevistada ríe, con lo que me da la impresión de ser una traviesa nostalgia, contándome que descubrió el cine gracias a la televisión, más específicamente gracias a Cinemax, donde, según decían en su colegio, pasaban eran películas eróticas después de la medianoche; pero fue por medio de este anzuelo que Valentina se expuso a la infinita paleta de colores que son las miradas, voces y temas del cine de vanguardia.

-Como estaba tan rodeada de arte -continúa Valentina-, este descubrimiento del cine desde lo íntimo me hizo sentir que era un territorio más personal, y a la vez sentí que era un lenguaje más propio; no era el lenguaje de la poesía, que me intimidaba mucho, y sin embargo me parece que no hay nada más poético del cine.

Imagino que tomar la decisión de abandonar Costa Rica y viajar a Europa para iniciar una carrera de cine implicó mucha valentía. ¿Cómo lidió con el desafío y la incertidumbre de esa decisión? ¿Qué la mantuvo siempre hacia adelante?

-No fue fácil -responde, y ciertamente el panorama pintado por sus palabras no suena nada alentador. “Al mismo tiempo estimulante e intimidante” es como me describe su llegada a París, ya que la rigidez teórica de las clases parecía contrastar con las huelgas y protestas de las afueras, y tomó la decisión de partir hacia Bélgica, donde la escuela de cine que encontró tampoco le pareció la gran cosa. En la adversidad de estas circunstancias, lo que la mantuvo adelante vino de un lugar, quizá, inesperado.

-Tenía a Costa Rica lejos -dice-, pero tener a Costa Rica era como un refugio, y me daba el sentimiento de que, pasara lo que pasara, yo tenía mi propia identidad, mi propio bagaje, y rápidamente me di cuenta de que el hecho de haberme ido a Bélgica, un país pequeño con una identidad un poco heterogénea y borrosa me recordaba bastante a Costa Rica y me alejaba del peso cultural de Francia, con toda su intimidante historia de cine. Al fin y al cabo, fue una salvación irme a esa parte de Europa que yo no creía posible, y construir desde ahí, desde la discreción o la sombra de países pequeños. Eso fue lo que me ayudó. Y también, no sé si por la relación amor-odio que tengo con Costa Rica o por tener a Costa Rica a la distancia, pero nunca me sentí más costarricense que cuando estaba allá.

Algo que me gustó y fascinó mucho de algunas entrevistas suyas es cómo usted destaca la importancia de no “representar” a Costa Rica o América Latina en el sentido más tradicional o cliché de la palabra, porque el resto del mundo suele esperar un tipo de historias o temas al escuchar esos dos nombres. ¿De qué manera evita no caer en ese molde y más bien sorprender con la autenticidad de sus historias?

-Creo que, en un principio, eso no fue una postura filosófica o artística tanto como una postura personal, porque no me sentía legítima para representar a nadie. Es decir, para mí el síndrome del impostor ayudó bastante, ya que nunca me sentí lo suficientemente costarricense ni lo suficientemente francesa (la prueba de ello es que me fui a esconder a Bélgica), y por eso nunca sentí que yo fuera la mejor persona para representar… cualquier cosa. Cuando estuve en Costa Rica estudiaba en el Liceo Francés, vivía en una especie de burbuja, y de hecho eso es lo que intenté contar en mi corto Lucía en el limbo, que es sobre una adolescente que se aventura en las calles de San José como alguien que está descubriendo el mundo de los adultos y el sexo. Para mí también, San José me parecía un lugar que daba miedo e incluso en mi propio país tenía el sentimiento de que yo estaba confrontada a la otredad del ser costarricense, que yo no entendía bien. Entonces, a partir de todo ese sentimiento de no pertenecer a ningún lado, empecé a escribir mis guiones y me di cuenta de que era más bien una fuerza. No hay nada peor que tener que tener que responder a compromisos u obligaciones cuando lo que se quiere hacer es arte. Incluso la palabra que usaste: autenticidad, que la valoro y te agradezco mucho haberla usado, en realidad a veces también la cuestiono en relación al arte: Nada tiene por qué ser auténtico o tener que legitimarse o justificarse, es nada más poder avanzar libremente, y creo que la “orfandad” en que me sentí por mucho tiempo fue la que me dio esa libertad.

Usted mencionaba que algo esencial en esto es apelar a temas o inquietudes universales, para que una película hecha aquí pueda resonar con alguien en otro extremo del mundo y el que su propia obra sea tan apreciada en otros países evidencia que lo ha logrado. ¿Siente que el cine nacional está logrando tal universalidad o aún nos falta liberarnos de ese paradigma?

-Creo que estamos ahí. Todavía falta camino por recorrer, pero no creo que dependa tanto de los cineastas sino de la cantidad de películas que logramos producir acá. Con esto quiero decir que obviamente todavía hace falta que los cineastas y las cineastas, sobre todo, porque son más mujeres que hombres, se autoricen total libertad a la hora de escribir sus guiones, porque eso también es una cosa de maduración del cine local. Siempre se necesitan precedentes para darnos cuenta de que podemos hacer el cine que nos dé la gana, pero también hay una limitación práctica real, que es la del financiamiento del cine, algo que imposibilita que logremos salir del paradigma de la exotización. Es decir, más allá del Fondo El Fauno no existe la autonomía a nivel de fondos, no hay colaboración ni cooperación a nivel regional, entonces la única posibilidad de hacer películas es por medio de coproducciones con Europa, o intentando tener fondos privados, y eso obviamente dificulta la independencia artística. Yo creo que es importante hacer coproducciones con Europa, y como también soy francesa lo seguiré haciendo toda mi vida, pero si tengo trescientos mil euros del lado belga y sesenta mil del lado tico, pues… Obviamente eso va a influenciar la manera en que cuento mis historias, en el sentido de que debo “seducir” fondos belgas, debo traer técnicos de afuera, y por más libre que yo sea cuando escribo, todo eso cambia la mirada cuando llega el momento de filmar y hacer las cosas.



Al escuchar esto, le comento a Valentina que, ahora que mencionaba las similitudes y diferencias entre Costa Rica y Bélgica, me hizo pensar algo triste: Muchas veces se piensa que a la hora de hacer cine costarricense en Costa Rica, por no tener apoyo estatal y legal, hay más ventajas o apertura cuando la tarea se asume desde afuera, o cuando son cineastas que han estudiado o trabajado en el exterior.

-Sí -responde la directora-. Al no ser mi situación, no sé cómo hacen las y los cineastas que se quedan aquí; sin embargo, creo que en realidad… A ver, ¿cómo decirlo? El precedente de Domingo y la niebla, por ejemplo; no vi la película, y puede que a nivel temático haya cierta exotización posible, no lo sé, pero sí siento que hubo una gran autonomía a nivel de producción y que eso ya es algo, significa algo, y eso crea un precedente. Lo que sí pienso es que tal cosa no es muy viable, a nivel práctico, para poder vivir del cine y lo que hacemos, pero sí demuestra que se podría hacer, que es cuestión de fortalecer más el Fondo, de tener una ley de cine, porque estamos a punto de poder tener una industria viable no solo a nivel económico sino también a nivel de autonomía artística. Entonces es como decir… Bueno, perdón, no sé si estoy contestando a la pregunta.

Claro que sí.

-Lo que quiero decir es que no estamos tan desamparados o abandonados, porque las y los artistas están ahí, y son siempre el motor, son quienes hacen que las cosas se muevan, y cuando digo artistas es porque no solo están en el cine, ¿verdad? Pero bueno, eso es, básicamente, creo que estamos cerca. ¡No hay que desesperar!

-Tengo sueños eléctricos ha viajado a prácticamente cada rincón del mundo, recibiendo honores en muchas competencias y festivales, y hasta ahora viene a Costa Rica. ¿Cómo se siente al ver que su primer largometraje se estrena en su país natal luego de semejante recorrido internacional?

-Bueno, lo que siento es una gran felicidad y a la vez, por supuesto, grandes nervios. Pero se siente bien poder estrenar la película aquí, porque la hice pensando en este país, la hice para el público tico, no en un sentido patriótico sino de identidad; es decir, quería hacer una peli y mi prioridad era que cuando una persona costarricense la vea (al menos josefina de la clase media, porque yo hablo de lo que conozco), sí logre reconocer ciertas cosas. Lo que me da felicidad es poder mostrar la película a gente que va a entender exactamente de lo que estoy hablando, porque hay muchos detalles que la gente del extranjero no ve. A la vez me da un poco de miedo, porque siento que le estoy proponiendo al público tico que rompa con un cliché que tenemos de nosotros mismos, y que eso puede resultar desagradable a ciertas personas. Siempre hay un poco de miedo al rechazo, claro, pero creo que es saludable… Por eso hago pelis.

Dice esto último con una risa sencilla. En otras entrevistas, Valentina ha señalado lo difícil que puede ser recordar el límite entre la recepción de su obra y ella como persona. Al haber presentado la película en tantos lugares, ciertamente ha logrado manejarlo mejor, pero en Costa Rica esa vulnerabilidad es aún mayor, porque “nadie es profeta en su propia tierra”, y esta es una frase que a Valentina le parece dolorosa pero real, y muy concreta en este tipo de situaciones.

-Creo que cuando quise, o empecé a querer hacer cine, era con el sentimiento de que el cine es un lugar donde es posible comunicarnos con las demás personas, donde es posible sentir menos soledad en el universo, y así lo pude sentir como espectadora, pero también es cierto que uno hace cine para ser querido, es un poco extraño decirlo así, pero lo digo así porque para mí consiste en ponerme en una posición de vulnerabilidad que me gusta.



–¿Ha sido desafiante el proceso de llevar la película a las salas de cine nacionales?

-Sí, no fue fácil. En un principio el estreno iba a ser un poco más confidencial, es decir, casi que solo en el Magaly, pero la trayectoria en festivales ayudó para lograr convencer a más salas de que programaran la peli. Obviamente esta es una película que no tiene tantos argumentos comerciales, ¿verdad? Es una peli que no compite con pelis de Hollywood ni nada por el estilo, entonces vamos a ver cómo le va, pero sí, por supuesto ayudó muchísimo el éxito que tuvo en el extranjero. Supongo que hay gente a la que eso le irrita, como que primero deba pasar por la validación del extranjero para que los costarricenses se interesen en la peli, pero bueno… creo que eso es así. Yo vengo a filmar San José, una ciudad que, cuando se vive dentro de ella, quizá no nos damos cuenta del potencial cinematográfico que tiene hasta que pasa alguien de afuera y lo ve, y creo que Costa Rica vive en esa paradoja, ¿verdad? Solo con pensar en lo que es nuestra política ecológica, no creo que venga de la simple conciencia ecológica de los políticos, sino también del potencial turístico que tiene. Bueno, creo que esa misma contradicción también funciona a nivel cultural.

La película, según he leído, trabaja muchos temas fascinantes: La familia, la violencia, la paternidad, la maternidad, pero quisiera preguntarle por uno en especial y es el conflicto entre la infancia, la adolescencia y la adultez, y cómo en realidad no son tres cajones bien definidos, sino una especie de escala de grises a la que llegamos casi sin darnos cuenta.

-Sí, en verdad es un tema que me interesa mucho: La relación entre las generaciones, y creo que lo seguiré explorando. No sé por qué me gusta ese tema, pero siento que es el que me resulta más misterioso cuando escribo o, en todo caso, cuando tengo que definir un personaje, porque lo que me interesa, a fin de cuentas, son los personajes. Tal vez le he dado al tema un criterio muy maleable, muy abstracto de que no corresponde a nada muy concreto, y creo que también, a veces, cuando pienso en escribir un guión, está todo este dilema de cómo jugar con las reglas del guion clásico: Aristóteles, la noción de estructura, el avance, la evolución de un personaje, etcétera. ¿Cómo estas consideraciones relacionadas al guión se relacionan también con la vida? Porque creo que a veces vemos la vida como una progresión lineal y nosotros mismos imaginamos que progresamos, que avanzamos, que cambiamos, y en realidad creo que no es así, o mejor dicho, es más complejo que eso. O quizá la vida avanza en círculos, creo que así lo veo también en relación con las generaciones, ya que uno reproduce cosas de los papás, las cosas se repiten, y a veces hay ciclos que se repiten en las familias de forma casi mitológica, no sé. Me parece que ver la vida como un avance en círculos es una manera de cuestionar la estructura del guión como se imagina en la forma clásica, quizá los personajes no avanzan necesariamente, no tienen que haber avanzado del punto A al punto B al final de la película, no debería resolverse la historia de los personajes durante el tiempo de una película. Son cosas que ha sido bonito relacionar con el guión para, de pronto, tener incidencia en mi manera de ver la vida.



Con esto, Valentina ha dado con un inquietante dilema, y es que los seres humanos tendemos a buscar patrones incluso en las historias, por eso el “viaje del héroe” es un modelo tan establecido a la hora de concebir una trama o estructura de tres actos. Pero la vida no es un único ciclo monomítico, no es un solo “viaje del héroe”, así que la ruptura con ese modelo, el intento de contar historias que no repitan este paradigma, puede ser tan complicado como querer romper con todos estos ciclos y herencias que van de generación en generación.

A partir de esto, Valentina saca una interesante conclusión.

-La gente le pide a la ficción ciertas cosas -dice-, como ese sentimiento de progreso, y también pide o espera personajes con los que se pueda identificar, y siento que esos, en general, son personajes que alimentan un poquito el ego del espectador o que son su antítesis, son personajes oscuros pero que también alimentan el ego del espectador en el sentido de que se pueden distanciar de ellos. Pues bien, yo tenía ganas de crear personajes que no solo no avanzaran o progresaran necesariamente, sino que también fueran tan ambivalentes como para generar identificaciones ambivalentes en el espectador. Seres humanos. Entonces el espectador podría ver sus propias cualidades, sus propios defectos, su propia humanidad, su propia animalidad, y creo que eso consiste en darle libertad al espectador, pero también un cierto nivel de exigencia para que estén en un constante estado de alerta en el que no le estoy ni acariciando ni agrediendo, no sé cómo decirlo.

–Pienso en algo muy lindo que dijo sobre preferir historias de personajes disfuncionales porque son humanos, y recuerdo que para la revista Caligari usted dijo que le interesaba la paradoja entre “¿Cómo alguien tan apegado a la vida puede estar atravesado por impulsos tan dañinos? ¿Cómo hablar de la violencia desde esa complejidad, sin quedarse en la superficie de idealizar o condenar?”. ¿Siente que ha encontrado respuestas a esas preguntas?

Hay una pausa, y tras unos segundos de silencio, Valentina ríe y responde, con honestidad: “No. Definitivamente no.”

-Pero sí creo -continúa- que mientras más tomamos conciencia de lo mucho que ignoramos ciertas cosas de la vida, más aprendemos, o mejor dicho, aprendemos a entenderla en toda su complejidad. Siento que lo mío sí es acercarme a la incertidumbre, a la duda, y aceptarla tal cual es; eso es, más o menos, lo que me interesa. Lo que sí pienso es que, al haberme alejado de un acercamiento didáctico, sociológico o psicológico de la violencia, y más bien intentado entender sus contradicciones, sus paradojas, cómo puede ser un terreno paradójico y de complicidad, de repetición, de legitimación, de reconocimiento, de afecto, etcétera, me hace entender lo compleja que es. Pero me gusta esa complejidad; la vida tiene dualidades que me parecen súper simples y a la vez súper misteriosas, como el hecho de que a veces la mejor cualidad de una persona pasa por el mismo lugar que su peor defecto, y creo que eso sucede con el amor también: Puede que uno se enamore de aspectos de una persona que son los que más termina detestando, y con todas esas cosas que no entiendo, lo único que hago es intentar observarlas, es lo que me gusta.

Para finalizar, entiendo que usted no decide los temas de sus películas de manera “racional”, ¿cómo es, entonces, el proceso de elección o formación de una nueva idea?

-Yo funciono mucho con el deseo; como si hiciera una lista a San Nicolás, así hago listas de cosas que desearía ver en una película y el deseo me gusta también porque tiene algo muy desobediente, como que siempre va a lugares donde tal vez no quisiéramos ir, y entonces, para mí, es aceptar eso. Hay cineastas que eligen un tema y eso les da un marco que les proporciona seguridad para escribir una historia, a mí lo que me gusta más bien es la inseguridad y avanzar a ciegas, y creo que eso es importante porque el cine es un arte que requiere mucho dinero, y eso puede matar un poco la espontaneidad del gesto, sobre todo cuando se viene de un país con poco financiamiento. Por eso mi apuesta es simplemente desear a ciegas y avanzar de esa forma. Claro, a veces me asusta, porque yo quisiera no haber hablado sobre la relación al padre, o sobre historias de familia; la poesía es un arte, una forma de expresión que, por mucho tiempo, encontré demasiado lírica o cursi o alejada de la vida real. Fue al dejarme guiar que me di cuenta de que eso no podría ser más falso, y de la misma manera, el cine no tiene por qué ser siempre esta cosa tan cerebral, tan psicologizante, ni tan estructurada como mucha gente en las escuelas de cine nos quiere hacer pensar que es.
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