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¿Por qué nos interesan los Óscar?

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En una radiante noche de febrero, año tras año, los ojos del mundo se fijan en un hombrecillo dorado, desnudo y calvo, con una espada entre las manos y una lata de película bajo sus pies.

Ha estado con nosotros durante casi un siglo, desde que en 1929 el gran Louis B. Mayer, fundador de la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas, organizó una ceremonia en la que otorgó quince estatuillas como reconocimiento por los logros artísticos de los dos años anteriores.

Cuenta una leyenda que el gran actor mexicano Emilio Fernández fue quien prestó su imagen a la estatua, y otra leyenda dice que su famoso nombre le fue dado por una mujer a quien la figura recordaba a un hombre. Quién era tal mujer, y quién el hombre al que ella se refería, es tema de debate, algunos piensan que fue Bette Davies pensando en su primer esposo Óscar Nelson; otros, que Margaret Herrick notó el parecido del hombrecillo con su tío Óscar Pierce; y otros afirman que fue la propia secretaria de Mayer, Eleanor Lilleberg, quién lo nombró después del rey Óscar II de Suecia. Como sucede con cualquier leyenda, los detalles varían según quién la cuente y solo los elementos esenciales siguen siendo los mismos.

Pero, independientemente de cómo se le otorgó el nombre, para 1939 se había convertido en sinónimo del Premio de la Academia, y desde 1959, cuando el evento se televisó por primera vez, hasta la fecha, el pequeño Óscar ha sido un elemento indeleble de la historia del cine, considerado como el mayor honor en la industria y es, por lo tanto, el centro de atención en el evento cinematográfico más cautivador del mundo, y algo así como el Santo Grial para innumerables productores, directores, escritores, actrices, actores, fotógrafos, editores, compositores y otros artistas que sueñan con dar sus discursos de aceptación ante los ojos y oídos del mundo entero.

El autor de este artículo, aunque no muy interesado en las dos o tres previas entregas de los Óscar, confiesa (con la esperanza de que no saldrá de esta página) que durante su infancia, permanecía inmóvil ante el televisor, imaginando estar entre aquellas celebridades o llamado a pronunciar un discurso, hasta el momento final cuando se había declarado la Mejor Película del año.

Ahora se da cuenta de cuán vergonzoso era, pero también está seguro de que no fue el único; después de todo, ¿quién podría resistir el brillo y glamour de los Premios de la Academia y las fantasías que despiertan en nosotros? Seguramente para muchas personas leyendo, la experiencia pudo haber sido la misma.

Cabe preguntarse a qué se debe el interés por los Óscar. Los productores y ejecutivos de los estudios están interesados en los Óscar porque equivalen a más publicidad, más ganancias de taquilla y más posibilidades de inversión en proyectos futuros. Y las personas que actúan, dirigen, escriben, editan, componen y diseñan, los Óscar son interesantes porque, siendo el mayor honor posible otorgado por sus pares, el reconocimiento es un logro personal tanto como un impulso profesional.

Pero para quienes estamos fuera de aquel gran teatro, ¿por qué siguen siendo interesantes? Ciertamente no es así para todos; en los últimos años, la imagen pública de los Óscar y su recepción por cierta parte del público ha estado en declive, y no sería difícil encontrar al menos un puñado de personas que no den la menor importancia a la celebración de un grupo rico y presumido, cuya piel está cubierta por miles de dólares y que se reúne para felicitarse y excitar su vanidad, al mismo tiempo que se toma selfies o come pizza en un espectáculo cada vez más burdo.

Matthew Walther (2018) escribió para The Week: “Lo más extraño de estos programas no es que sean populares a pesar de ser extremadamente insulsos, sino que son populares a pesar de ser insulsos en un sentido distintivamente anticuado. Los Óscar, con sus anfitriones masculinos en esmoquin dispensando chistes tontos, y números musicales en grupo al estilo de un show de variedades, son tan actuales como lo era el Show de Ed Sullivan en 1963.”

Y claro, podemos hacer este comentario y permanecer indiferentes a todo el asunto sin perdernos de mucho; no pocas personas versadas en el medio cinematográfico estarán de acuerdo en que los ganadores son cada vez más predecibles, las listas de lavandería que son los discursos de aceptación mucho más largos y repetitivos, y el vapor de entusiasmo se está desvaneciendo notablemente.

A pesar de esto, para el público general, los Óscar siguen siendo uno de los eventos más esperados del año, todavía son increíblemente lujosos, todavía tienen una gran importancia en la industria del cine y, lo más importante, todavía los vemos. E incluso si no, sentimos una inevitable curiosidad por saber quiénes ganaron, por saber si Jennifer Lawrence volvió a tropezar, o si Leo obtuvo su Óscar, o si Meryl fue nuevamente nominada incluso si no salió en ninguna película de ese año, o si Faye Dunaway y Warren Beatty le ganaron a Steve Harvey en su comprensión de lectura.

Nuestro interés podría atribuirse a que los Óscar nos sirven como una lista de selección de películas para ver, que de otro modo no estarían en nuestro radar, o podría ser porque la competencia es inherente a la naturaleza humana y es divertido ver artistas y sus obras competir en una carrera sobre la que podemos apostar, hacer predicciones o discutir quién quedó fuera y quién debería (o no) haber ganado, por lo que los Óscar serían como cualquier juego de fútbol o una elección presidencial (solo que menos deprimente).

Si damos un paso más allá, podríamos pensar lo obvio: nos gusta ver el arte cinematográfico ser recompensado y promovido a través de un evento tan importante. De hecho, si ingresamos ahora al sitio web oficial de la Academia, encontraremos esta declaración: “Reconocemos y apoyamos la excelencia en las artes y ciencias cinematográficas, inspiramos y conectamos al mundo a través del medio de las películas”.

¿Pero realmente lo hacen? Esta encantadora declaración ciertamente levantará muchas cejas escépticas. La triste verdad es que los Óscar no son realmente sobre valor artístico, aunque, en teoría, eso pretendan representar. Hemos visto cuán político y cínico es el juego detrás de las nominaciones y votaciones, cómo los miembros de la Academia, ya bombardeados por innumerables campañas publicitarias sobre este o aquel candidato, tienen que hacer malabares con la integridad artística, el valor comercial y el significado cultural de las películas, y cuando llega el momento de votar, cada uno de los más de ocho mil miembros de la Academia clasifica sus selecciones en un rango de preferencia para que las más preferidas estén en la parte superior, y las menos en la parte inferior.

Por lo tanto, los Óscar no nos interesan porque tengan algún valor artístico, y ciertamente no por ningún tipo de devoción o respeto por la Academia, cuyo desatino al detectar cuál de las películas nominadas es “la mejor” ya se ha vuelto infame. Ahora bien, es válido disfrutar o incluso amar películas como Out of Africa, Shakespeare in Love, The English Patient, Titanic, Slumdog Millionaire, A Beautiful Mind, The Artist, Argo, Greenbook, entre otras. Cada una de estas películas tiene sus méritos y su grandeza.

Sin embargo, si bien esas películas fueron galardonadas con un Premio de la Academia a Mejor Película, hay otras que no lo fueron, por ejemplo: Citizen Kane, Singin’ in the Rain, Psycho, 2001: A Space Odyssey, Brazil, Taxi Driver, In the Mood for Love, The Shawshank Redemption, Silence y, por supuesto, The Dark Knight, una película cuya omisión como nominada a Mejor Película incluso llevó a la Academia a ampliar su número de candidaturas de cinco a diez.

Podemos encontrar un curioso paisaje si retrocedemos unos pasos: una y otra vez, el mismo patrón, la misma fórmula segura y predecible que la Academia adora. Walther señala en el mismo artículo que que “solo tres tipos de películas ganarán el premio principal cada año: películas sobre Hollywood, películas con mensajes muy sentimentales, épicas desmesuradas, costosas e infinitamente promocionadas”.

De hecho, es tan predecible que incluso ha inspirado una sátira bastante precisa; echemos un vistazo a un episodio de Extras en 2005, donde Kate Winslet interpreta a una mujer obsesionada con ganar un Premio a la Mejor Actriz y para lograrlo encarna el papel de una monja en una película sobre el Holocausto. Cuando Ricky Gervais la felicita por usar su arte para mantener vivo el recuerdo de las víctimas de tan trágico genocidio, Winslet responde: “¡Por Dios, no lo hago por eso! Y no creo que realmente necesitemos otra película sobre el Holocausto, ¿o sí? O sea, ¿cuántas ha habido? Sí, lo entendemos: fue algo horrible, supérenlo. No, lo hago porque he notado que hacer una película sobre el Holocausto es un Óscar garantizado.”

En otro momento, cuando ella y Gervais miran desde lejos el rodaje de una escena que involucra un personaje con discapacidad intelectual, Winslet comenta: “Ésa es otra manera en la que ganas un Óscar. En serio, piénsalo: Daniel Day-Lewis en My Left Foot, Óscar. Dustin Hoffman, Rain Man, Óscar. John Mills, Ryan’s Daughter, Óscar. En serio, tienes garantizado un Óscar si interpreta a un loco”.

Una conclusión similar se puede ver en Tropic Thunder (2008) cuando Robert Downey Jr (“un tipo interpretando al tipo disfrazado de otro tipo”) le explica a Ben Stiller que su personaje Simple Jack fue un fracaso porque no consideró que para ganar un Óscar por el papel de una persona discapacitada es necesario un equilibrio calculado: Tom Hanks, por ejemplo, no interpretó un “retrasado”, su Forrest Gump podía jugar ping pong y encantar a Nixon; mientras Sean Penn interpretó un completo “retrasado” en I Am Sam y se fue a casa con las manos vacías. Downey termina mirando a Stiller directamente a los ojos y sentenciando gravemente: “Fuiste completamente retrasado, hombre” (never go full retarded, en inglés).

Entonces, ya se trate de alguna guerra, discapacidad, enfermedad o cualquier forma de sufrimiento que pueda explotarse para el drama, o algún período histórico (digamos, el viejo Hollywood) lleno de trajes lujosos y preferiblemente acentos británicos, o una película biográfica donde las actrices y actores se transforman en el papel que interpretan, este es el tipo de cosas que atraen el olfato de la Academia. Y en una deliciosa ironía, casi cuatro años después de ese episodio de Extras, Kate Winslet ganó un Óscar a Mejor Actriz por protagonizar The Reader (2008), una película cuyo tema, lo adivinaron, era el Holocausto.

A la Academia le gustan este tipo de películas formuláicas porque la hacen sentir bien consigo misma y, aunque exudan un aura de innovación, realmente no desafían el status quo. De hecho, esta fórmula es tan conocida que dio lugar al tipo de películas que conocemos como “Óscar bait”: cuidadosamente hechas con el propósito expreso de llamar la atención de la Academia, hacer que muerdan el anzuelo. Esta idea del “Óscar bait” ganó relevancia cuando, en 1978, los productores de The Deer Hunter intentaron por cualquier medio posible asegurarse de que su película pudiera tener adherida la palabra “Óscar”, porque pensaron que era la única forma de que el público se animaría a ver una deprimente película de tres horas sobre la guerra de Vietnam.

Y, con toda certeza, The Deer Hunter es una gran película, así como muchas de las películas consideradas como “Oscar bait”, ¿acaso dichas películas no pueden ser también grandes obras en sí mismas? Esta es, en realidad, una observación válida. The Godfather, por ejemplo, fue hecha por un joven Francis Ford Coppola que esperaba que su película fuera un éxito crítico y comercial, con suerte ganando algunos premios, pero al mismo tiempo una gran película, cosa que es, y tanto la primera entrega como su secuela obtuvieron un premio a Mejor Película con justa razón: las dos películas de The Godfather son geniales (sí, sus únicas dos películas).

El problema radica en el hecho de que, detrás del set y la cámara, hay un grupo de productores y ejecutivos que solo están interesados en manipular las reglas del sistema, haciendo que sus películas parezcan pintadas por números y luego gastan una gran cantidad de dinero en publicidad agresiva para asegurar su nominación, y ese es el entorno en el que estas películas terminan siendo juzgadas.

Cuando se acercaba la nonagésima primera ceremonia, y su película Sorry to Bother You no fue nominada (lo que generó mucho descontento por parte del público), el director Boots Riley, explicó en Twitter: “… el factor determinante de por qué no fuimos nominados es que en realidad no lanzamos una campaña cuya meta fuera obtener una nominación por Guión o Canción. No compramos anuncios “Para su consideración” en revistas de la industria ni enviamos screeners de la película a toda la Academia. Sin eso, se entiende que no tienes ninguna oportunidad…”.

Todo esto también se ve cuando se trata de películas extranjeras; quizás una de las razones más importantes por las que hubo tanta esperanza en Parasite es porque, en una triste y trabalenguada ironía, si bien hay un premio a Mejor Película Extranjera, ninguna película extranjera había ganado el premio a Mejor Película, hasta anoche.

Así que descartemos la visión idealista de los Óscar como una especie de palabra divina sobre lo que es grandioso y lo que no. Sabemos que no estamos interesados en los Óscar por su integridad artística, pero tal vez estamos interesados en ellos por su impacto social. Después de todo, las historias son una de las formas más poderosas de cambiar el mundo, y dada la fama de los Óscar, tiene sentido que, con sus discursos, las celebridades puedan llamar la atención sobre un importante problema social o político, como hemos visto a menudo, muy notablemente en la ceremonia de 2017, justo después de que la presidencia de Trump hubiera comenzado. Y sí, eso es en parte cierto, pero hay más que eso.

El verdadero interés de la Academia (y quizá de algunas celebridades) no es realmente promover algún cambio para mejorar la sociedad, no se trata realmente de lograr una diferencia o ayudar a hacer del mundo un lugar mejor, y tiene mucho más sentido cuando echamos un vistazo al origen de los Óscar, porque esa ceremonia en mayo de 1929 no se dio en un vacío.

En 1926, Louis B. Mayer, entonces el productor más poderoso de Hollywood, sintió el deseo –comprensible– de tener una gran casa privada junto a la playa, y pensó que contratar a los artesanos de MGM sería más barato que contratar diseñadores, arquitectos y constructores. Pero esos artesanos justo habían formado su propio sindicato con acuerdos laborales muy claros, por lo que desafortunadamente el pobre Louis no pudo pagarles menos de lo que merecían y tuvo que encontrar a alguien más a quién explotar.

Una vez alojado en su nueva casa de playa, Mayer temió que ocurriera lo mismo con los actores, escritores, directores, etc., que formaran sus propios sindicatos y exigieran un salario justo. Entonces, para evitar eso, el productor tuvo la genial idea de explotar una de las principales necesidades de la humanidad: la necesidad de pertenecer, y creó su propia organización, una que pudiera incluir a todos esos posibles manifestantes (perdón, quise decir, artistas). ¿El glorioso nombre de esta organización? La Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, originalmente compuesta por treinta y seis personas a quienes Mayer convenció de ser una élite que no necesitaba formar sindicatos, eran artistas, después de todo, no trabajadores.

Para enero de 1927, los miembros de la Academia ya se reunían para celebrar lo especiales que eran, y el broche de oro de este plan maestro fue la introducción de un elemento pequeño pero significativo que pudiera legitimar a la Academia y asegurar su importancia en el imaginario de quienes trabajaran haciendo películas: un premio.

El biógrafo Scott Eyman, autor de Lion of Hollywood: The life and legend of Louis B. Mayer (2005), revela cómo, en una ocasión peculiar, Mayer admitió: “Descubrí que la mejor manera de manejarlos era llenarlos de medallas (…) Si les otorgaba copas y premios, ellos se matarían por producir lo que yo quisiera. Por ese motivo se creó el Premio de la Academia”.

La primera ceremonia fue, sin duda, un gran evento: duró una hora y asistieron más de doscientas setenta personas. Pero en aquel momento no se concibió como una especie de evento internacionalmente aclamado, fueron necesarios el poder y la obsesión de William Randolph Hearst para hacer de su amante Marion Davies una estrella consagrada, así que se propuso usar su imperio periodístico y su agente Louella Parsons para hacer del Premio de la Academia algo más grandioso, mucho más deseado en la industria, el mayor honor posible, para que Marion finalmente pudiera ganar, lo que nunca sucedió.

¿Pero qué importa? Eso fue hace décadas y los tiempos cambian, la intención original del fundador no necesita ser mantenida, y mientras la sociedad progresa también lo ha hecho la Academia, ciertamente la última entrega de los premios probó que nos estamos volviendo mucho más conscientes, ¿no?

Bueno… incluso si ese fuera el caso, deberíamos recordar que la naturaleza misma de los Óscar, un evento privado con invitación exclusiva a un grupo privilegiado, refleja, en primer lugar, una forma de división donde los nobles siguen estando separados de la plebe. Y en segundo lugar, refleja una industria que pretende hablar de justicia social al mismo tiempo que cubre sus propias faltas. Recientemente, un valiente grupo de voces, principalmente femeninas, rompió el silencio con la aparición del movimiento MeToo, pero antes de eso y durante décadas, la Academia y la élite de Hollywood hicieron la vista gorda a los abusos sexuales cometidos por Harvey Weinstein, un hombre con una obsesión enfermiza por amasar estatuillas, y muchos de estos grandes y famosos nombres permanecieron en silencio ante el abuso y el sufrimiento, con tal de no estropear sus posibilidades de sentir en sus manos el hermoso y dorado trasero del pequeño Óscar.

Cuando surge la preocupación social en las ceremonias y en las votaciones, tal vez se trata más de la apariencia de estar preocupados. No necesariamente las personas que hacen los discursos, sino la imagen colectiva de la Academia. Moonlight es una gran película por sus propios méritos, pero sería ingenuo pensar que su selección como la mejor película de 2016 no estuvo influenciada por el movimiento ÓscarSoWhite de 2015.

Y eventualmente, a pesar de los esfuerzos y discursos, el movimiento para promover una sociedad más justa, las cosas eventualmente regresan a la comodidad de un satus quo en el que las mujeres y las personas no blancas todavía llevan la peor parte. Entre las gratas sorpresas de la última edición, vimos a Hildur Guðnadóttir convertirse en la primera compositora en ganar el Óscar a Mejor Banda Sonora; pero aunque esto ciertamente es algo para celebrar, no debería distraernos de la problemática más profunda: Greta Gerwig no fue nominada a Mejor Directora, y si retrocedemos más, vemos cómo ninguna directora fue nominada hasta 1977. 

También podemos citar el histórico momento de la premiación del 2002, cuando Halle Berry se convirtió en la primera mujer negra en ganar un Óscar a Mejor Actriz: tomó setenta y tres años para que algo así sucediera y, hasta la fecha, casi veinte años después, no ha vuelto a suceder; de la misma forma en que ninguna mujer cuya piel no sea blanca, ya venga de África, Asia o América Latina, ha ganado un Óscar a Mejor Actriz. Y para rematar, el movimiento ÓscarSoWhite volvió a manifestarse con respecto a la situación de la inclusividad este mismo 2020, cuando entre las nominadas a Mejor Actriz sólo hubo una artista negra: Cynthia Erivo por su papel de Harriet Tubman.

¿Han contribuido los Óscar en la lucha por un mundo mejor? Algo, supongo, pero se necesita más que eso para que podamos bajar el escepticismo: Cualquier cambio que haya ocurrido dentro de la industria de Hollywood (y la industria del cine en general) ha sido demasiado poco, demasiado tarde, porque para ser realmente inclusivos y justos, el esfuerzo debe ser por cambiar la cultura y la mentalidad de la sociedad y no solo los arreglos de la ceremonia del año en que estemos.

Entonces, si nuestro interés por los Óscar no se debe a ninguna especie de importancia social; ha de ser que todavía nos fascinan simplemente por seducción y tradición.

Por un lado, es muy difícil no sentirnos deslumbrados por el fantástico brillo y glamour de Hollywood durante su noche más importante, de la misma manera que la popularidad, la fama y la riqueza tienen un encanto que siempre incita nuestro anhelo; y por otro lado, es muy fácil desarrollar un vínculo emocional con esta o aquella película o, más comúnmente, esta o aquella actriz o actor. No los apoyamos porque los conocemos, los apoyamos porque nos gustan, y nos gustan porque al vislumbrar sus apariciones públicas, y sobre todo, en los roles que han retratado, percibimos cierto algo que nos atrapa. Nos hemos identificado con sus personajes, los temas que han explorado, y eso ha resonado en nosotros a un nivel profundo y personal, de modo que cuando sonríen, sonreímos, cuando lloran, lloramos, y cuando ganan, nosotros ganamos.

E incluso si no pudieran importarnos menos las celebridades, o no sintiéramos ningún tipo de vínculo con su imagen, todos disfrutamos de la validación porque somos seres sociales y, nos guste o no, es por eso que nuestra dopamina se precipita con cada notificación de Instagram. Disfrutamos ser escuchados, disfrutamos expresar nuestros gustos y opiniones y disfrutamos mucho más cuando descubrimos que estas son compartidas por otros. Si hago una predicción y acierto, me sentiré felicitado por mi gran previsión, y si la película que apoyo gana como Mejor Película, sentiré que todo el mundo me dio la razón.

Pero la razón más importante, creo, es el hecho simple y decepcionante de que los Óscar nos interesan porque a eso estamos acostumbrados. Han existido mucho antes que nosotros y durante casi un siglo han estado presentes en el cronograma de nuestra vida tanto como la Navidad o nuestro cumpleaños, si son famosos e importantes es sólo porque Hollywood nos ha convencido de que deben ser famosos e importantes; Hollywood ha dominado sutilmente los medios de entretenimiento y cultura en general, y la ambición de obtener éxito comercial y crítico según su métrica es tan fuerte que el resto del mundo quiere copiar sus métodos. Un ejemplo rápido podría verse en la épica Libertador (2013), una superproducción basada en la vida de Simón Bolívar, una de las figuras históricas y culturales más emblemáticas de América Latina, que invirtió toda su capacidad de actuación, su destreza fotográfica y de producción al servicio de un guión mediocre que estaba más interesado en emular la fórmula sentimental que Mel Gibson utilizó en Braveheart y en The Patriot.

Entonces, el atractivo de los Óscar no es más que una ilusión, y lo ha sido desde su origen; e incluso si estamos de acuerdo con la idea de ver competir y premiar obras de arte, e incluso si  le damos a la Academia todos los beneficios de la duda y asumimos que sus miembros se toman su trabajo en serio e intentan evaluar con la mayor objetividad posible, eso no cambia lo defectuoso y vago que es su sistema de selección, cuando trata de conceder algún tipo de grandeza objetiva a una forma de arte inherente subjetiva. 

A fin de cuentas, los Óscar son sólo la visión de una minoría específica, nada más, nada menos; y nunca han sido ni serán lo que determina la calidad o excelencia de las películas.

Como Mark Berman (2015) escribió para The Washington Post: “Cada año los Óscar son entregados, y cada año los Óscar no representan un consenso popular o crítico ni nada que se acerque a un recuento profundamente considerado y bien definido de todo el cine del año. En vez de eso, los Óscar representan con infamia las opiniones de una porción microscópica de la población, un grupo que guarda muy poca similitud demográfica con la población del país o del mundo, y un grupo que ha mostrado gustos bien pronunciados y concretos por cierto tipo de películas, cierto tipo de interpretaciones, cierto tipo de temas y cierto tipo de categorías. Y, una vez más, esto no es nada nuevo.”

Sobran motivos para que la ceremonia nos deje de interesar, pero por falsos que sean los Óscar, y a pesar de lo importante que sea para nosotros bajarlos de su pedestal de humo, rechazarlos tajantemente sería ingenuo; para bien o para mal, esas estatuillas encapsulan casi un siglo de historia del cine, y aunque dejemos de tomarlos tan en serio, es importante recordar esto: ser indiferentes a las maquinaciones detrás de la ceremonia no significa que debamos ser indiferentes a los películas que ésta reconoce.

Porque la mayoría de las veces, las películas que han sido coronadas por el tiempo fueron las que no se tomaron en cuenta, porque se atrevieron a hacer algo diferente y único, que no se apegaba a los parámetros de la Academia, esas películas no fueron cambiadas por la industria, la industria fue cambiada por ellas; mientras que, por otro lado, la lista de películas premiadas por la Academia está llena de obras que no resistieron el paso del tiempo. Y sin embargo, también es indudable que entre aquellas que han ganado el premio, hay muchas de las mejores películas de la historia, como Casablanca, All about Eve, Hamlet, Ben-Hur, Lawrence of Arabia, The Godfather I y II, Amadeus, The Last Emperor, Silence of the Lambs, Schindler’s List, The Return of the King, Moonlight entre muchas más. 

Al final, todo se reduce a la naturaleza subjetiva de las películas como una forma de arte, y podemos discutir sobre por qué preferimos ciertas películas sobre otras basadas en sus respectivos méritos, y en lugar de los Premios de la Academia, tal vez deberíamos sentarnos, relajarnos y disfrutar de alguna de esas grandes películas.

Si hay alguna razón verdadera y auténtica por la que deberíamos estar interesados en los Óscar, como pudimos sentir anoche, no es la ceremonia, no son las celebridades, sino la experiencia comunitaria que nos ofrece la oportunidad de reunirnos con nuestros amigos y familiares, para disfrutar de las predicciones y la diversión del banal juego de bingo, donde lo más importante no es el juego, sino el hecho de compartirlo.

 

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