
“¡Ya era hora!” es lo menos que puede ser dicho con respecto a la legalización del matrimonio igualitario el pasado 26 de mayo y que volvió más significativo este mes del orgullo que acabamos de celebrar. Costa Rica dio un irreversible paso hacia adelante en la conquista de la libertad y la igualdad de derechos civiles y humanos, nos convertimos en el primer país de Centroamérica en legalizar el matrimonio igualitario y el vigésimo noveno a nivel mundial; pero haciendo a un lado el pavoneo como si se tratara de un concurso, ¿por qué ha tomado tanto tiempo?
Por supuesto, la respuesta es más inmensa y compleja que la pregunta, pero puede que uno de los motivos más determinantes tenga que ver con las historias que hemos contado. A fin de cuentas, los seres humanos entendemos, registramos y relatamos la vida como una narración, y ya se trate de los chistes que contamos, o de las novelas y películas que nos apasionan, no hay discurso más poderoso, ni peligroso, que una historia bien contada.
Hablar de la diversidad sexual en el cine es hablar sobre la larga historia de su opresión. Una historia que ya desde el Pentateuco la consideraba un crimen moral punible con la muerte. Si bien es cierto que el estatuto de ilegalidad se mantuvo durante el siglo XIX (recordemos el juicio de Oscar Wilde por “indecencia”), con el auge de la psicología dejó de ser (sólo) un pecado o crimen y pasó a convertirse en una enfermedad que debía ser curada, ya fuera con el tratamiento del doctor Schrenk-Notzing, a base de hipnosis y prostitutas, o las castraciones del fisiólogo Eugen Steinach; o ya en el siglo XX, con los experimentos que los nazis condujeron sobre sus prisioneros homosexuales, en cuyos testículos inyectaban toda clase de sustancias químicas con tal de hallar una “cura”, mientras que las mujeres eran reducidas a juguetes sexuales, porque los nazis pensaban —como muchos aún piensan— que eso era todo cuanto una lesbiana necesitaba para “curarse”. Pocos años más adelante, principalmente en hospitales de Estados Unidos y Cuba, se popularizó la mezcla de electroshocks, descargas eléctricas en los genitales e inefectivos experimentos conductistas basados en la inyección de drogas vomitivas. Actualmente, aún hay quienes abogan por remedios menos agresivos pero no menos destructivos, como las viles “terapias de conversión”, y en términos generales sólo tenemos que ver la actitud de un amplio sector de nuestro país para comprender la grave magnitud de la discriminación y homofobia todavía presentes en nuestra sociedad.
Y ante todas las injusticias mencionadas, la forma de arte más propia del siglo XX no sintió particular interés por corregirlas. Así que, hagamos un viaje a través de su historia, y veamos cómo el cine contribuyó para bien, y sobre todo para mal, a la percepción que tuvo el mundo en torno a la diversidad sexual. Con tal de que el viaje no se haga eterno, nos tocará alienarnos y centrar la atención en Hollywood, cuya sombra es, de por sí, lo bastante grande como para cernirse sobre todo el mundo; por el mismo motivo, nos referiremos principalmente a cómo la homosexualidad ha sido representada, pero podemos tener la certeza de que el mismo trato afecta a toda la diversidad sexual.
Desde el principio podemos hallar leves matices del tema, como los dos hombres que bailan al son de un violín en la Película Sonora Experimental, producida por Edison y Dickson en 1895 (y que ha pasado a la historia con el curioso título The Gay Brothers). Otro ejemplo temprano es Algie, the Miner, un cortometraje de 1912 entre cuyos tres directores destaca Alice Guy-Blaché, una de las primeras cineastas y la primera mujer en dirigir una película. Algie cuenta la historia de un joven aristócrata de gestos y ademanes “afeminados” que debe realizar un largo viaje y afrontar varios desafíos con tal de probar a la sociedad que es un hombre de verdad.
En 1914 se estrenó A Florida Enchantment, sobre una joven que se convierte, por efecto de semillas mágicas, en un hombre encantador, mientras que su prometido, a la inversa, parece convertirse en un hombre cada vez más afeminado; y por cierto, también es una de esas viejas películas donde hay blackface hasta para estremecerse. Se puede generar un debate sobre la película, hay quienes ven en ella la audacia de representar, en una edad tan “inocente” del cine, el tema de la homosexualidad y la identidad de género, aunque si prestamos atención a la película, veremos que dichos temas probablemente sólo fueron incluidos con fines humorísticos.
Pero algo sucedió en 1919, en un mundo cambiante tras una guerra y una pandemia que habían despedazado el viejo orden, en un lugar como la vertiginosa y efímera República de Weimar, que por un breve momento había eliminado la censura: Richard Oswald estrenó una película muy diferente a las demás titulada Anders als die Andern (que literalmente significa Diferente a los demás).

Filmada por Max Fassbender y protagonizada por Conrad Veidt un año antes de su memorable papel en El Gabinete del Doctor Caligari, ésta fue la primera película que lidió explícitamente con la homosexualidad y, de forma empática y compasiva, con la situación de las personas homosexuales, a quienes no representaba como caricaturas sino como seres humanos que en aquel entonces vivían bajo la sombra del rechazo, el chantaje y el suicidio. Su objetivo era crear conciencia y lograr que se eliminara el Artículo 175 del código penal, que castigaba la homosexualidad como un delito, y contó con la participación del doctor Magnus Hirschfeld, uno de los primeros y más importantes activistas por los derechos de las personas homosexuales.
Sin embargo, tras poco más de una década, hubo un cambio de administración, y el Artículo 175 sólo fue fortalecido como parte de una brutal cacería de homosexuales que fueron arrestados, torturados y asesinados en los campos de concentración; innumerables libros académicos sobre el tema, prácticamente todas las copias de Anders als die Andern, e incluso el Instituto del doctor Hirschfeld, fueron destruidos en la quema de libros de 1933. Pero lo más triste es que aún tras la caída de los nazis, el Artículo 175 continuó en vigencia y no dejaría de estarlo hasta 1994, cuando la homosexualidad fue totalmente legalizada en Alemania.

Durante la década de los veinte, el estereotipo cómico de la homosexualidad masculina iniciada con Algie se convirtió en la norma: hay un momento, tanto en Behind the Screen (1916) como en The Circus (1931) en que el Vagabundo de Charles Chaplin sufre la ridiculización por parte de un personaje fuerte y “varonil” que lo confunde con un homosexual o, según le denominaba la jerga de entonces, un sissy o pansy.
El estereotipo de la homosexualidad femenina, por otro lado, giraba en torno al espectáculo morboso que ofrecía: En Manslaughter (1922), una obra temprana de Cecil B. DeMille, hay una escena breve pero interesante, en la que un gladiador entra a una bacanal, y junto a la entrada hay dos mujeres tocando y besándose. En 1923 se estrenó una fascinante película: Salomé, basada en la obra de Wilde; esta película no cae necesariamente en estereotipos, pero es interesante porque, según dice el rumor, fue producida e interpretada en su totalidad por personas homosexuales o bisexuales; de hecho la protagonista fue Alla Nazimova, una brillante actriz abiertamente bisexual.
Con la Gran Depresión, las productoras se vieron en desesperada necesidad de llevar gente a las salas de cine, así que llenaron sus películas de contenido impactante, emocionante y licencioso. En 1932, DeMille estrenó The Sign of the Cross, una épica similar a Quo Vadis, donde se contrastaba lo sagrado con lo profano, la sencillez y pureza de los cristianos con la opulencia y libertinaje de la corte de Nerón; esto daba permiso al director para mostrar una danza erótica entre dos mujeres, así como atrevidas tomas de mujeres tomando un baño o mostrando las piernas.

La forma en que DeMille decidió filmar dichas escenas (también la bacanal en Manslaughter y la orgía en torno al becerro de oro al final de The Ten Commandments), con una mezcla entre indignación y fascinación, como condenando y al mismo tiempo deseando formar parte, nos dice algo sobre la doble moral que, incluso entonces, tenía la sociedad en torno al tema de la sexualidad, sobre todo femenina.
Durante esta época, más que ninguna otra, se solidificó la caricatura del sissy como una fuente de humor que hay que ver para creer: En películas como Our Betters (1933), Call Her Savage (1932) o Wonder Bar (1934), el chiste se contaba a expensas del hombre afeminado, y por lo tanto digno de ser ridiculizado como castigo por “traicionar” su hombría y haberse rebajado a la vergüenza de parecerse a una mujer, lo que demuestra cómo, al menos en el caso de los hombres, la misoginia es el carbón más poderoso en el fuego de la homofobia.
Al contrario, la representación de la mujer “varonil”, si bien provocaba el ahogo de pequeños gritos escandalizados, solía representarse bajo una luz más positiva, como si la mujer se dignificara al parecerse a un hombre; sólo debemos fijarnos en grandes actrices como Marlene Dietrich en Morocco (1930), con su cabello corto, traje, sombrero de copa y un cigarrillo en la mano, paseándose con elegancia en un amplio salón, deslumbrado a mujeres y hombres por igual; y lo mismo podría decirse de la legendaria Greta Garbo interpretando a la reina Cristina de Suecia –ambas bisexuales- en Queen Christina (1933) donde Garbo besa en los labios a otra mujer. Ver a una mujer asumir roles tradicionalmente masculinos parecía producir una excitante fascinación en la sociedad, no disímil de la que DeMille probablemente sentía en privado cuando filmaba sus escenas antes mencionadas.
Pero, por supuesto, tal desenfreno no podía durar para siempre. Hartos de soportar el libertinaje en sus pantallas, la mayor parte del sector religioso conservador de Estados Unidos comenzó a protestar con ferocidad. El mismo año en que se estrenó Queen Christina, miembros de éste sector fundaron una organización dedicada a combatir todo tipo de inmoralidad en las películas, con el ridículo pero genial nombre de “Liga Católica de la Decencia”.

Al año siguiente, toda la industria cinematográfica de Estados Unidos se vio oscurecida por el infame Código Hays, que se prolongó hasta 1967 y mantuvo al cine bajo la mirada de un moralismo totalitarista. La homosexualidad, si bien no estaba explícitamente prohibida, entraba en el tipo de contenido al que el Código se refería al dictar: “La perversión sexual y toda alusión a ella está prohibida.”

Con la censura llegó la sutileza: ahora la homosexualidad debía ser parte del subtexto y las metáforas; y con la sutileza llegó un nuevo estereotipo: los homosexuales como villanos. La homosexualidad se vio incluida en las características de personajes perversos, crueles o inquietantes, generalmente criminales. En Rebecca (1940), la inquietante Señora Danvers, peligrosamente obsesionada con su difunta patrona, puede ser vista como una clara representación de la sutil repelencia contra las lesbianas. En 1941, John Huston estrenó The Maltese Falcon, donde Peter Lorre interpreta a un antagonista implícita pero explícitamente homosexual, y como no podía ser dicho en voz alta, el personaje de Joel Cairo se mostraba muy, muy afecto a su bastón.

Similarmente, en Rope (1948), otro clásico de Hitchcock, gran maestro del suspenso y el queer coding, los homicidas protagonistas (uno de los cuales fue interpretado por John Dall, homosexual en la vida real) son claramente mostrados según este estereotipo, a pesar de que la película nunca los identifica como tales. Ejemplos más pintorescos, pero no menos despreciables, pueden encontrarse en los anuncios públicos de la época, que advertían sobre los peligros de ser acosados por un homosexual, al que describían como: “una persona que demanda una relación íntima con miembros de su propio sexo”.
La mayoría de estos villanos recibía un inevitable castigo, en muchos casos violento, como le sucede al personaje de Plato en Rebel Without a Cause (1955), quien muere en un tiroteo a manos de la policía. Otro fascinante ejemplo de sutileza está en el subtexto que Gore Vidal dio a los personajes principales de Ben-Hur (1959); según Vidal, el odio entre Judah y Messala sólo podía tener esa magnitud por haber surgido de un antiguo amor, pero debido a la prohibición del Código, sumado al profundo conservadurismo de Charlton Heston, tal secreto fue confiado únicamente a su co-estrella Stephen Boyd; por este motivo su relación tuvo que ser mostrada de forma tan imperceptible que ni el mismo Heston pudiera notarlo. De ser así, cabe preguntarse si es casualidad que Messala, antagonista, oficial romano y homosexual enclosetado, fuera castigado con una muerte tan brutal que, dicho sea de paso, no está presente en la novela original.
Cuando el Código Hays fue finalmente abandonado, en la década de los sesenta, y las películas contaron con mayor libertad de expresión, la homosexualidad volvió a ser representada abiertamente, pero esto no implicó que dicha representación fuese positiva. Como puede verse en Advise and Consent (1962) o The Sergeant (1968), ahora el estereotipo de los personajes homosexuales consistía en ser criaturas solitarias, atormentadas y deprimidas que se despreciaban por ser lo que eran, y con esto no sólo se perpetuó el odio que la sociedad sentía por ellos, sino que contribuyó a que ellos se odiaran a sí mismos.
Pero a finales de los sesenta, las mareas comenzaron a cambiar, no sólo gracias a la obra de artistas como Andy Warhol, sino a un mayor despertar en la conciencia social. Recordemos que la década caracterizada por la lucha por los derechos civiles finalizó con la famosa rebelión de Stonewall, el 28 de junio de 1969, y con esto el movimiento de orgullo y liberación surgió con mayor fuerza que nunca.
En un radical cambio, no exento de cinismo —ahora el cine tenía un nuevo grupo demográfico a quién vender—, se avaló la producción de películas como Midnight Cowboy (1969), The Boys in the Band (1970), Sunday Bloody Sunday (1971), Some of my Best Friends Are (1971), Die Bitteren Tränen der Petra von Kant (1972) y Cabaret (1972), que lidiaban, en grande o pequeña medida, con la homosexualidad de forma más relajada y honesta.
En 1992, la profesora y crítica de cine B. Rudy Rich acuñó el término New Queer Cinema para referirse a un movimiento en el cine independiente desde los años ochenta que representaba a las personas homosexuales en toda su humanidad, como Parting Glances (1986), She Must Be Seeing Things (1987), Paris is Burning (1990) o My Own Private Idaho (1991).
Al mismo tiempo, con la propagación global del SIDA entre finales de 1980 e inicios de 1990, el pánico y asco de un sector de la sociedad, que consideraba al síndrome un castigo divino sobre la homosexualidad, entró en conflicto con el férreo activismo de otro, que exigía justicia ante un gobierno que se negaba a fomentar investigaciones y tratamientos para la nueva enfermedad, así como un trato digno para quienes la padecían. En 1993, Jonathan Demme estrenó Philadelphia, una de las primeras películas en tratar el tema del SIDA y la discriminación afrontada por las personas afectadas; de todas las grandes escenas que la conforman, cabe destacar la que muestra a Denzel Washington de pie frente al tribunal, diciendo: “Porque este caso no es sólo sobre el SIDA, ¿verdad? Así que hablemos de lo que realmente es este caso: El odio del público general, nuestro desprecio, nuestro temor hacia los homosexuales”. Cuando el juez le aclara: “En éste tribunal, la justicia es ciega ante cuestiones de raza, credo, color, religión y orientación sexual”, el personaje de Washington responde honestamente: “Con el debido respeto, su Señoría, no vivimos en este tribunal, ¿o sí?”.
Hacia el final del milenio, la representación de la homosexualidad se flexibilizó, oscilando entre comedias como The Birdcage (1996) o In&Out (1997), y dramas como Wilde (1997) y Boys Don’t Cry (1999). Wilde, un brillante biopic sobre el grandioso y fabuloso autor irlandés, fue magistralmente protagonizada por Stephen Fry (famoso actor y escritor gay, que en 2013 estrenó un documental en dos partes llamado Out There, donde explora la homosexualidad y la homofobia en diferentes países). La película no tuvo ningún temor en representar escenas de amor y sexo entre hombres, ni en condenar de forma implacable la hipocresía de la sociedad victoriana y sus crueles castigos para los somdomitas como Wilde, cuya vida destruyeron tanto como la de incontables personas más. Sin embargo, la película no recibió mucha atención en la época de su estreno, y ha sido, en mayor parte, tristemente olvidada.
En 2005, Brokeback Mountain fue nominada a los Óscar como Mejor Película, perdiendo ante la mediocre Crash (2005) en uno de los momentos más ridículos de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas. Sin embargo, Brokeback Mountain dio un paso de valor inestimable en la representación de la homosexualidad, y abrió la puerta a una nueva época en la producción de películas que forman parte del New Queer Cinema, entre las que podemos mencionar a Milk (2008), Prayers for Bobby (2009), The Kids are All Right (2010), Blue Is the Warmest Color (2013), Pride (2014), Carol (2015) y, por supuesto, Moonlight (2016), ganadora del Óscar a Mejor Película.
Pero esto no significa que hemos vencido la homofobia en el cine; el triunfo de Moonlight como Mejor Película fue sólo un truco sucio por parte de la Academia para verse bien en redes, un truco sucio también hecho por corporaciones como Youtube, que esconde bajo la máscara de la inclusión y el progreso, una discreta homofobia; industrias que quieren vender sus productos pintándolos de arcoiris y haciéndolos desfilar en las marchas de orgullo, y por artistas woke que utilizan la lucha de la comunidad LGBT para exhibirse como si llevaran ropa nueva. Ejemplo de estos últimos es la inigualable J. K. Rowling con su desesperado aferro a Harry Potter, añadiendo detalles (o retractándose de ellos) sobre la trama y los personajes, y más vergonzosamente, su pretensión de que hasta el más diminuto elemento de sus libros es un símbolo de alguna causa o lucha social, pero sin atreverse a mostrarlo en sus historias cuando se presenta la ocasión, como por ejemplo la “homosexualidad” de Dumbledore, que sólo se “sugirió” en Fantastic Beasts: The Crimes of Grindelwald (2018), cuyo guion escribió la propia Rowling y a pesar de que tanto Dumbledore (Jude Law) como su supuesto amante (Johnny Depp) son personajes de la película; ya que Rowling ha revelado su verdadero rostro durante los últimos meses, cabe preguntarse si toda la supuesta representación en su obra, así como el apoyo que la caracterizaba como feminista, no tendría más que ver con su ego que con la causa.
Otro ejemplo está los pasos a medias que da Disney con respecto al tema. Por un lado, Disney promete ser inclusivo, representar con orgullo la diversidad en todas sus formas, pero a la hora de hacerlo deja mucho qué desear; es fácil tocar una fanfarria alrededor de que el remake de Beauty and the Beast (2017) mostraría al primer personaje abiertamente gay en su historia, cuando tal personaje es el alivio cómico, el secuaz del villano, y aquel cuyo nombre significa, literalmente, “el loco” o “el tonto”, y cuya única manifestación de su identidad sexual está en algunos gestos estereotipados y una escena de baile con otro hombre, que cualquiera que haya pestañeado en ese momento, se perdió. Esto se repitió más recientemente en Star Wars: The Rise of Skywalker (2019), y el infame beso entre dos mujeres sin nombre, diálogos ni personalidad, que dura dos segundos para que sea fácil de cortar en países como China, Rusia o Singapur, cuyas leyes de censura evitarían que Disney se lleve al bolsillo los billetes de sus ciudadanos.
Sin embargo, sin justificarle, se puede comprender por qué Disney, pensando estrictamente en sus negocios, pisa con cuidado con respecto al tema, pero el mismo problema se da incluso en dramas serios donde la homosexualidad es uno de los temas centrales. Bohemian Rhapsody (2018) no siempre iba a ser dirigida por Bryan Singer ni protagonizada por Rami Malek; durante años, fue Sacha Baron Cohen quien estuvo a la cabeza del proyecto, su versión habría sido tan escandalosa y sin complejos como el propio Freddie Mercury, pero ya que él quería mostrar aspectos de la vida de Freddie que no gustaban a los miembros de Queen (también productores de la película), Cohen acabó por renunciar. El resultado, como pudimos ver, fue un bienintencionado, pero temeroso, conservador y en última instancia, desleal retrato del hombre al que pretendía honrar. Freddie es mostrado según el estereotipo de los años sesenta: lastimero, atormentado y culpable; su homosexualidad se nos presenta como uno de los factores que le llevaron a su trágica autodestrucción, la cual, por lo tanto, casi podría verse como un castigo por su vida “desordenada”; la película sinceramente trata de entender y explicar a su protagonista, pero no puede, porque lamentablemente no lo conoce, y por lo tanto nosotros tampoco.
Vemos una gran diferencia si la comparamos con la muy superior Rocketman (2019), que nos permite conocer a Elton John (Taron Egerton) como un ser humano que, por supuesto, tiene conflictos sobre su identidad y las implicaciones de reverlarla a su familia y su público, y comete errores autodestructivos, pero la película deja bien claro que el ascenso y descenso de Elton se basan en las heridas que carga desde la infancia, y que no tienen nada que ver con su orientación sexual; de hecho, la aceptación completa de sí mismo es celebrada y forma parte del triunfo final con que la historia cierra su arco.
Es probable que estas diferencias surjan de que Bohemian Rhapsody fue escrita y producida bajo la vigilante mirada de Brian May y Roger Taylor, hombres mayores, bastante conservadores para ser rockstars, quién sabe si recelosos de la figura y vida de su compañero, o si tenían sentimientos encontrados en torno a él, sin que Mercury pudiera opinar al respecto. Mientras que Elton John acompañó la producción de Rocketman desde el principio, asegurándose de que la película mostrara fielmente la historia, no sólo de su vida, sino de su orgullo como queer.
Y esto nos devuelve, por fin, al presente; aún estamos lejos de poder cantar victoria, y en todo caso la historia no es tan optimista como muchos desearíamos. Sin embargo, no podemos negar que la conciencia del mundo ha cambiado, por lo que la conciencia del cine también ha cambiado, lo que, a su vez, contribuye a la conciencia del mundo; así es el ciclo de nuestra relación con el cine, con los medios artísticos en general, y así es el progreso, nunca fácil ni en línea recta, sino más como una montaña rusa interminable.
Al igual que con el tema de la representación racial, podemos ver aquí el poder de la ficción, cómo las historias que contamos repercuten en la realidad, y las historias que el cine nos ha contado sobre la diversidad sexual han sido profundamente insultantes y nocivas. Con sólo darnos cuenta de que desde el principio su identidad y sus luchas fueron retratadas como poco más que un mal chiste, con sólo darnos cuenta de que el cine no sólo los quiso invisibilizar, sino que cuando los visibilizó fue para satanizarlos y deshumanizarlos durante más de tres décadas, podemos comprender sin ninguna sorpresa por qué generaciones enteras crecieron adoctrinadas por la pantalla, con la idea de que la homosexualidad era sucia, perversa y antinatural, y cómo innumerables personas vivieron y murieron convencidos de que algo en ellas estaba mal, porque no tuvieron un sólo referente positivo con quien identificarse.
A pesar de haber sido creada en 1933, la Liga de la Injusticia aún existe, en la forma de células alrededor del mundo, y Costa Rica puede alardear de ser potencia mundial en ese aspecto. Recordemos, por ejemplo, la tensión generada durante la última elección presidencial, cuando el cantante aquel en serio pensó que podía desafiar una orden de la Corte Interamericana de Derechos Humanos con tal de complacer a la amplia mayoría que lo apoyaba. En medio de las bromas a expensas de las personas diversas, los comentarios de odio, las marchas basadas en mentiras, y el hipócrita consejo narrativo: “si se va a incluir un personaje homosexual, debe ser por un propósito, no debe ser gratuito” —¿se aconseja lo mismo sobre personajes heterosexuales?—, lo cierto es que seguimos viviendo en una sociedad heterotópica. Antes de indignarnos porque Disney está corrompiendo sus películas representando personajes “degenerados”, convendría recordar que ese fue justamente el tipo de representación que hubo durante casi todo el siglo pasado, y que tanto daño hizo a millones de personas.
Perdón, me confundí, quise decir Liga de la Decencia.
Francamente, el cine es una forma de arte demasiado hermosa, y el arte, en general, una expresión humana demasiado compleja como para que lo que podemos o no representar y ver en pantalla siga dependiendo del criterio de un montón de conservadores blandiendo las antorchas y horquetas del pánico moral mientras preguntan a gritos si alguien, por favor, quiere pensar en los niños.
Pero, con suerte, volver de vez en cuando la mirada al pasado nos mostrará que nuestra única alternativa es aprender a contar mejores historias.