
Cuarenta años ya han pasado desde el mixto recibimiento de The Shining. No es ningún disparate decir que los años la han tratado bien: hoy es una película de culto, referenciada hasta el infinito, y aunque el nombre de Stanley Kubrick ya se escribía con letras mayúsculas para entonces, el filme terminó de solidificarlo en la cultura popular de una vez por todas.
Sin embargo, recordemos que estamos hablando de una película que en su momento contó con doble nominación en los Razzies, la infame ceremonia que “premia” lo peor de cada año. Kubrick entró en la lista final de las peores direcciones y Shelley Duvall casi “gana” peor actriz.
El público que esperaba el horror más visceral (como era la línea de los slashers durante finales de los setenta y principios de los ochenta) la odió, y la respuesta de la crítica se inclinaba más hacia la etiqueta de fracaso que a la de obra maestra.
“No puedo recordar una película de terror más elaboradamente ineficaz. Se podría decir que The Shining, que se inaugura hoy en los teatros del área, no tiene pares: pocos directores logran el lujo traicionero de pasar cinco años (y de 12 a 15 millones de dólares) en un producto terminado tan incomparablemente equivocado”, escribió Gary Arnold para The Washington Post de cara al estreno en 1980.
Todavía hoy, con el estatus de vaca sagrada que acompaña a Kubrick y sus películas, cada tanto salta algún detractor. Stephen King, escritor de la obra homónima en la que se basa la película, lleva cuatro décadas odiándola muy públicamente. King incluso aseguró que la bastante olvidada miniserie de Mick Garris es la adaptación definitiva del libro.
En 2013, el director David Cronenberg, conocido por su experimentación con el horror corporal, también aprovechó para tirarle a Kubrick. “Yo creo que soy un cineasta más íntimo y personal de lo que Kubrick alguna vez fue”, dijo durante una retrospectiva suya en el Festival Internacional de Cine de Toronto. “Por eso no encuentro que The Shining sea un gran filme. No creo que él entendiera el género (terror). No creo que él entendiera lo que estaba haciendo. Hay algunas imágenes impactantes en el libro y él las tiene, pero no creo que de verdad las sintiera.”
Incluso cuando la opinión crítica se mantenía en una nebulosa al calificar el filme recién estrenado, era casi imposible negar su mística. “¿Cómo puede alguien hacer una película tan fastidiosamente bella y dejar tantos cabos sueltos?”, escribió Janet Maslin en su reseña ochentera para The New York Times.
Y esa es parte de la magia de The Shining: es hermosamente aterradora… pero no tiene sentido. La trama tiene huecos y las reglas del juego se rompen o se ignoran en repetidas ocasiones. Durante décadas, esta ambigüedad ha cultivado uno de los huertos más amplios de interpretaciones en el cine. El espectro va desde lecturas reveladoras, pasa por sobre análisis sin base alguna, y llega hasta las más descabelladas teorías de conspiración.
Las obras de Kubrick siempre han sido sobreanalizadas, eso no se niega. Quien ande buscando una teoría loca la va encontrar —o proyectar— en su cine. Y aunque en Internet abundan especulaciones de 2001: Odisea en el espacio y Ojos bien cerrados, son las de The Shining las que más se recuerdan, principalmente por quedar inmortalizadas en Room 237, el disparatado documental de Rodney Ascher.
Room 237, amado, odiado y muchas veces incomprendido, recolecta las interpretaciones más extravagantes de The Shining. Ascher entrevista (aunque nunca se ven en pantalla) a fanáticos obsesionados con el filme que afirman haberle encontrado los “significados ocultos”.
Las evidentes desviaciones del libro, el ojo obsesivo en el diseño de producción, la intensidad de sus rodajes (la escena del bate posee el récord de 127 tomas, supuestamente) y una producción que se estiró catorce meses, llevó a cientos de fans a creer que Kubrick ponía un mensaje encriptado en cada encuadre. Algunos llegan a ver un minotauro en un póster de esquí (el laberinto también ayuda, por supuesto), otros ven una crítica al holocausto en una máquina de escribir alemana, y en el número de la habitación 237, la confesión de Kubrick de haber falseado el alunizaje.
Aunque no creo en ninguna, algunas están mejor o peor sustentadas (si uno se deja llevar, la del Apollo 11 podría convencerte). Mi favorita, en el peor de los sentidos, es la teoría de que Kubrick pintó su cara en el cielo de la primera primera secuencia. ¡No logro encontrarla sin importar cuántas veces vea el fotograma!

Es muy fácil desestimar a estos conspiradores, sobre todo cuando algunos suenan terriblemente condescendientes en el documental con frases como: “(The Shining) es una obra maestra, pero no por las razones que las personas piensan que lo es. Estamos lidiando con un tipo (Kubrick) que tiene un IQ de 200 (…), tienes que ser un completo fanático de Kubrick como yo para encontrar este tipo de cosas”, sin embargo, en sus mejores momentos el documental es una apología al arte de sobreanalizar; casi me atrevería a decir que enriquece (¿sí?) la cinta.
Kubrick, por el otro lado, nunca ha sido gentil con el mito que le sigue. En repetidas ocasiones ha desacreditado su estatus de criptólogo. Él mismo ha dicho que su creación es un proceso intuitivo, similar al que, imagina, tiene un músico al componer, en vez de una estructura fríamente calculada (aunque su minuciosidad es imposible de ocultar).
Es difícil saber qué pensaría Kubrick sobre la proliferación de teorías de The Shining. Por una parte, durante su carrera apoyó la lectura individual de sus obras, pero por otra se disgustaba cuando trataban explicarlas y traducirlas a palabras.
“Nunca me gusta explicar nada sobre mis filmes porque creo que el placer que obtiene la audiencia al descubrir algo por sí misma es una parte importante de lo que a uno le gusta de las buenas películas. No me gusta leer sobre qué es un filme (…) por eso siempre he tratado de evitar entrevistas, (…) cuando solo dices las ideas, suenan tontas, en cambio, si las dramatizas, uno las siente”, dijo el director en una inusual entrevista con Jun’ichi Yaoi.
La decisión de mantener un velo sobre The Shining responde a una filosofía fílmica de Kubrick, pero también a una exploración teórica del terror. “Leí un ensayo del gran maestro H.P. Lovecraft donde él decía que nunca debías intentar explicar qué pasa, siempre y cuando lo que pase estimule la imaginación de las personas, su sentido de lo siniestro, la ansiedad y el miedo”, dijo en una entrevista de 1980 para The Soho News.
Por casos como el de Room 237, podemos asegurar que efectivamente estimuló la imaginación de su audiencia (tal vez demasiado).
The Shining fue su primera y última película de terror, sin embargo, en prácticamente toda su filmografía se pueden encontrar destellos del género, principalmente abordados a través de lo siniestro. Kubrick fue públicamente un lector de Sigmund Freud; es en el ensayo Das Unheimlich, en el que se puede entender cómo el director quería aterrorizar.
Unheimlich es un término alemán y su traducción al español (siniestro u ominoso) no le hace justicia. Unheimlich es el antónimo de heimlich, que quiere decir, entre muchas cosas, familiar, conocido, íntimo. Empero, lo siniestro no se comprende simplemente como algo extraño o ajeno, sino como un elemento conocido para nosotros que ha revelado algo que debía quedar oculto, secreto (la revelación de lo reprimido, según Freud).
Lo unheimlich espanta porque nos es familiar y ajeno al mismo tiempo, desafía nuestro instinto de buscar la comodidad en lo conocido. The shining está llena de imágenes siniestras: las gemelas, los espejos, los dobles, la simetría excesiva.
Tal vez no es tan comentada, pero la escena en la que Danny y Wendy miran The Summer of 42 en la televisión me perturba particularmente. Parece una imagen cualquiera, pero tiene detalles que me causa un sarpullido mental: el televisor no tiene cable eléctrico ni antena, la tevé está colocado frente a un ventanal, la película se ve a la perfección pese al contraluz y el dolly back parece que va a revelar algo que nunca llega.

Con pequeños pero bien colocados ajustes, Kubrick convierte un ambiente mundano (una mamá viendo tele con su hijo en la sala) en uno inquietante, uno que el ojo lee como alienígena y terrestre.
Freud explica que el sentimiento de lo siniestro se puede exaltar de más maneras en el arte que en la vida real, dice que el autor puede engañarnos al prometernos “la realidad vulgar” y luego arrebatárnosla.
En The Shining, Kubrick juega con las reglas que rigen su mundo, crea convenciones y luego las rompe. Lo siniestro está en las imágenes que nos muestra, pero también en cómo nos las muestra. Durante la primera mitad de la película nos hace entender que lo terrorífico, los fantasmas, están en la cabeza de sus personajes. Esto lo logra al engañarnos con su primera regla: el mundo real lo vemos con planos objetivos y lo paranormal con planos subjetivos (este videoensayo lo ilustra muy bien). Pero conforme avanza la película esta barrera se difumina. En una misma escena la cámara pasa de mostrarnos lo que creemos es el punto de vista del personaje a un encuadre objetivo (por ejemplo, cuando Jack entra a la habitación 237 y ve a la mujer en la tina).

Nunca sabemos si nuestro punto de vista es omniciente o protagonista, si el mal proviene del individuo o es una fuerza mayor que habita el mundo. Creemos ver una realidad que comprendemos hasta que nos revela un secreto que debería seguir oculto.
The Shining, todavía cuarenta años después de su estreno, sigue siendo un libro abierto: invita a la interpretación y luego la niega. Es un imán y un repelente. No importa qué proyectemos en él, la imagen que nos devuelve es la de un doble, la de un conocido que por verse como nosotros no es lo que esperamos que sea.