
Netflix, tan recelosa con sus estadísticas, no escatimó a la hora de alardear los ratings de Lupin, su nuevo hit. La plataforma de streaming calculó que en los próximos días la serie francesa llegará a los 70 millones de espectadores, por encima de otros éxitos como Bridgerton y Gambito de dama.
Al día de hoy, Lupin se coloca de tercera en el top de lo más visto en Costa Rica, aunque esto no es ninguna sorpresa: la dieta de los ticos está compuesta por los últimos nueve lanzamientos mejor promocionados junto a la inagotable, invencible e infinita Yo soy Betty, la fea, que no ha abandonado el top desde que entró.
Con estos números, Lupin se convirtió en el primer gran éxito internacional de la “televisión” francesa, acompañando al crecimiento europeo impulsado por las series alemanas y, principalmente, españolas, que tanto consumen los costarricenses.
Aunque siempre es buena la diversificación de industrias, lo más francés que tiene la serie (creada por un británico) es su inspiración en Arsène Lupin, el caballero-ladrón de las novelas policiacas de Maurice Leblanc (que ya de por sí comparte muchas similitudes con Sherlock Holmes). Y a ver, no es que exista tal cosa como un género “francés”, o la siempre burda y generalista etiqueta de “independiente”, pero no es una exageración decir que Lupin se parece más a Hollywood (otra generalización, lo sé) que a François Truffaut o Jean-Luc Godard.
Pero eso tampoco es necesariamente malo, de hecho la serie brilla más cuando más se inspira en las aceleradas películas de atracos americanas (heist movies). Lupin sabe jugar con los tropos del género: los montajes, el falso fracaso que en realidad es parte del plan, el juego de espías y los incontables ases bajo la manga. Además, Omar Sy es encantador como Assane Diop, protagonista y fabulosa encarnación de esa dualidad de caballero y ladrón de guante blanco. Lupin es rápida y se pasa bien, sin embargo, quiere ser más que una serie sobre atracos.
Pronto descubrimos que el robo que detona la serie, el del collar de María Antonieta, no es la finalidad de nuestro protagonista, sino el medio por el cual Assane quiere limpiar el nombre de su padre. Veinticinco años atras, Babakar Diop fue incriminado por el robo de ese mismo collar y su encarcelación le arrastró al suicidio cuando Assane era tan solo un adolescente.
Evidentemente hay un esfuerzo —y grandes trozos de metraje— para que la profundidad de sus personajes y su entorno social (discriminación, pobreza, venganza) sean los que amplifiquen sus aventuras, pero hay un desequilibrio entre la pericia que tienen sus creadores al dirigir los momentos de acción y la esterilidad a la hora de ahondar en las luces y sombras de sus personajes.
Por más carismático que sea Assane (y en serio lo es, mucho), cuando el dramatismo tiene que primar por encima de la acción, las escenas se caen sin llegar a un clímax. El antagonista es una caricatura irrefutablemente malvada. Para ser una serie de ladrones, o sea, de “buenos” que hacen cosas “malas”, o de “malos” que hacen cosas “buenas” (es decir, seres humanos matizados, comunes y silvestres), Lupin trata a su villano en términos absolutos.
O por lo menos lo hace hasta ahora. Es difícil dar un veredicto, ya que la serie está a medio palo. Los primeros y únicos cinco episodios no marcan un final de temporada ni de capítulo, es más bien un tijeretazo que partió la serie por la mitad, una decisión más mercadotécnica que narrativa. El resto de episodios ya se grabaron y están prácticamente listos, sin embargo, Netflix exprimirá unos meses más de hype antes de soltarla por completo.
Lupin es una serie magnética, encantadora y con un protagonista entrañable, pero que, aún cuando se quiere poner seria, no puede huir de su entretenida esterilidad.