
Por: Jesse Zeledón.
When the truth is found to be lies
And all the joy within you dies
Don’t you want somebody to love?
Don’t you need somebody to love?
1. Sometimes there’s a man…
Era el año 2016. En la entrada de la sala de un cine capitalino se encontraba un gran afiche publicitario. En él, la película Hail, Caesar! anunciaba su pronta llegada al país. El póster blanco de letras rojas, simple pero efectivo, apenas mostraba los rostros de un reparto repleto de íconos hollywoodenses. Debajo de ellos, el cartel dejaba apreciar a un tribuno romano siendo cargado por alguien más.
Ante el afiche estaba yo, más emocionado por él que por la película que vería aquella tarde. ¿El motivo? Hail, Caesar! era el largometraje más reciente de los hermanos Coen y el primero que iba a poder ver en una sala de cine. Para mi desgracia, sin embargo, días después el cine anunció que, debido a motivos financieros, ya no estrenaría la película. Y, para mayor desdicha, hasta el día de hoy sigo sin haber visto en pantalla grande alguno de los 18 largometrajes de los Coen.
Anécdotas como esta sólo me recuerdan los motivos por los cuales, desde mi redescubrimiento del cine de los hermanos Coen (y digo “redescubrimiento” porque en mi infancia vi varios de sus filmes sin saber quiénes eran), he sentido un interés predilecto por su trabajo para contar historias. Dicho interés yace primordialmente en su facilidad para construir escenarios cotidianos con situaciones desfavorables e inesperadas. Ilusionarme en su momento por aquel estreno, haberlo agendado y luego recibir la noticia de su cancelación, es un caso cómicamente coeniano: si algo puede salir mal, es probable que salga mal; y, con esta sentencia, los Coen han hecho de su cine uno de los mayores representantes de la ley de Murphy.
Analizar el trabajo de Joel e Ethan Coen supone echar un vistazo a uno de los casos más atípicos del cine contemporáneo: los cineastas estadounidenses (ambos nacidos en Minnesota) se han ganado un lugar privilegiado en la categoría de “cine de autor”, gozan de los beneficios que supone realizar filmes de manera independiente o con grandes productoras, cuentan con largometrajes conformados de codiciados elencos, consiguen un gran desempeño en galardones y taquilla y, al mismo tiempo, sus obras han alcanzado a menudo el estatus de “películas de culto”. Tras ello, el éxito de los hermanos Coen se debe al modo en que construyen sus universos fílmicos: en la narrativa con que cada filme es presentado es donde yace el carácter distintivo de su cine.
Las secuencias de inicio y cierre de Burn After Reading (2008) —largometraje protagonizado por John Malkovich, Frances McDormand, George Clooney y Brad Pitt— muestran de entrada un caso ejemplar de cómo introducirse al cine de los Coen: la película da inicio con una toma satelital de algún sitio en EEUU y, poco a poco, la cámara del satélite se va acercando, hasta que finaliza sobre una oficina en los cuarteles de la CIA; de igual modo, la secuencia de cierre realiza el mismo movimiento, sólo que en sentido contrario.
Este desplazamiento ilustra la manera en que los Coen nos muestran sus largometrajes: cada producción cuenta una historia que nos pide “acercarnos” para observar lo que sucede. De este modo, los directores no nos relatan sucesos que han marcado el curso de la historia, no nos muestran eventos a escala global, con personajes de gran importancia que deben salvar el mundo. No, los Coen cuentan historias que podrían estar sucediendo a unas cuantas cuadras de nuestro vecindario, o que pudieron haber ocurrido sin mayor revuelo en algún pequeño y lejano pueblo (Fargo juega soberbiamente con esto). Sus historias se desarrollan allí donde nadie vuelve a ver y donde, irónicamente, están a la vista de cualquiera dispuesto a observar. —“Los grandes problemas están en la calle”, mencionaba ya Nietzsche en su Aurora―. Es por ello que el campo de acción de su cine es, en esencia, el ámbito de lo cotidiano, y su narrativa gira en torno a los sinsentidos de esta cotidianidad.
Pensar lo cotidiano supone un ejercicio de análisis más escurridizo de lo que parece (no es motivo de sorpresa que en filosofía haya toda una corriente que se dedique a dicho problema). Ante la pregunta: “¿Qué es lo cotidiano?”, la respuesta inmediata nos remite a “todo aquello que ocurre diariamente”. El carácter escurridizo de esta verdad de perogrullo se evidencia al querer demarcar sus propios límites, al preguntar qué tanto abarca la vida diaria. El concepto de lo cotidiano, así, comprende el espacio de lo ordinario, de lo normal, es decir, de lo que posee un orden y se encuentra apegado a una norma. En el ámbito de la cotidianidad, por lo tanto, no hay cabida para lo extra-ordinario, para todo aquello que rompa con la rutina de lo corriente, de lo común. Comprender los límites de la vida cotidiana, entonces, implica reconocer el proceso mismo de la (re)producción del orden y las normas que mantienen y dan sentido a nuestro quehacer diario.
El cine de los hermanos Coen tiene como base estas consideraciones, y opta por problematizar sus límites al introducir la ruptura mediante la ironía, la comedia y lo trágico. En sus filmes está la posibilidad de entrever que el transcurrir de los días posee la importancia suficiente como referente de la existencia humana, y como espacio en donde emerja la pregunta por el sentido de nuestras vidas (esto tampoco es sorpresa al saber que Ethan Coen es graduado de Filosofía por la Universidad de Princeton). Al ser lo cotidiano el ámbito que abarca mayoritariamente nuestra realización como individuos en sociedad, la filmografía de los Coen se caracteriza por retratar en la pantalla aquellas inquietudes comunes que nos acompañan a diario: la preocupación por conseguir una estabilidad económica, el deseo latente de romper con la rutina laboral, el estado de insatisfacción con nuestra vida familiar, entre otros.
En medio de todo ello, los Coen necesitan construir el arquetipo antropológico que mejor exprese lo cotidiano de nuestra condición humana, con todas las acciones morales y deseos que ello conlleve. Así, por ejemplo, surgen personajes como Larry Gopnik (A Serious Man), Ed Crane (The Man Who Wasn’t There), Linda Litzke (Burn After Reading), “The Dude” (The Big Lebowski) o Marge Gunderson (Fargo): un profesor universitario sin plaza, un barbero que trabaja para alguien más, una instructora de gimnasio que anhela unas cirugías estéticas, un pacifista desempleado que juega bolos con sus amigos, o una jefa de policía de un lugar donde la vida diaria es sinónimo de tranquilidad. Sus protagonistas no se caracterizan por ser héroes, no suelen estar armados de valor, no buscan salvar el día y, si lo intentan, es probable que fallen estrepitosamente o, por el contrario, resuelvan sus problemas sin tener claro cómo lo hicieron.
La mejor introducción a este arquetipo de personaje coeniano la encontramos, de momento, en The Big Lebowski (1998), al escuchar al narrador (Sam Elliot) hablarnos sobre “The Dude” (Jeff Bridges):
“A veces hay un hombre… No diré “héroe”, porque, ¿qué es un héroe? Pero, a veces, hay un hombre… y estoy hablando aquí de ‘The Dude’. A veces hay un hombre, un hombre de su tiempo y su lugar, encaja bien ahí, y ese es ‘The Dude’ en Los Ángeles…”
Sin embargo, es Barton Fink (1991) donde los Coen consiguen dar nombre a esta figura de personaje, bautizándolo como “el hombre común”. En la película, durante el primer encuentro entre Barton Fink (John Turturro) —dramaturgo devenido en guionista de cine— y su ruidoso vecino de hotel, Charlie Meadows (John Goodman), este último le pregunta sobre qué tipo de escritor es, sobre cuáles cosas escribe. Ante la pregunta, Barton responde:
“Escribo películas. Aunque parezca raro, escribo sobre gente como tú: el tipo trabajador promedio, el hombre común. Sentimos que tenemos la oportunidad de forjar algo real de las experiencias cotidianas: teatro creativo para las masas en unas cuantas verdades sencillas y no en abstracciones trilladas sobre dramas que ya no son verdad hoy (…). Todos tenemos historias. Los sueños y las esperanzas del hombre común son tan nobles como las de cualquier rey. Son la esencia de la vida, ¿por qué no van a ser la esencia del teatro? ¡Llámenlo “teatro real”! ¡Nuestro teatro!”
La inquietud artística de Barton Fink, como vemos, busca poner su ojo en la condición existencial de lo cotidiano, en la “poesía de la calle” (como diría su jefe Jack Lipnick). Y, aunque el personaje comete la ironía de no prestar atención a lo que Charlie Meadows, un hombre común, le quiere decir, es en sus palabras donde encontramos nuestro objeto de análisis para el presente artículo. Sin embargo, para efectos de una mejor conceptualización, me tomo el atrevimiento de denominar al “hombre común” como “individuo común”. Renombrar el arquetipo coeniano de este modo, nos permite no sólo mantener una neutralidad en cuanto al género, sino que precisa de un mejor modo el lugar que sus personajes ocupan en la cotidianidad.
Los protagonistas del cine coeniano no son agentes de sus vidas, sino que, al contrario, son individuos que carecen de un control sobre aquello que les sucede: otros suelen decidir en su lugar, se encuentran sometidos ante lo que los demás esperan de ellos, son víctimas de las consecuencias de sus fallidos actos y, como veremos hacia el final de este escrito, padecen ante el acontecer de una condición existencial del mundo que, cual tragedia griega, les impone su propio destino.
2. What kind of man are you?!

En el primer episodio de la primera temporada de Fargo —la serie producida por los Coen, basada en su película homónima—, Lester Nygaard (Martin Freeman), el pusilánime y poco exitoso vendedor de seguros, es criticado en varias ocasiones debido a su carácter ante la vida, por su falta de esfuerzo laboral y por su poca actitud para resolver los problemas del hogar. Sin embargo, en el cuestionamiento que le realiza su hermano menor, encontramos una peculiar preocupación: la indiferencia de Lester hacia lo cotidiano ha ido en aumento con el pasar de los días. Esta actitud existencial es, sin lugar a dudas, un rasgo distintivo del individuo común coeniano y, precisamente, surge ante el sinsentido de la rutina diaria.
El filósofo y novelista franco-argelino Albert Camus, uno de los principales referentes del existencialismo y la filosofía del absurdo, se refiere en El mito de Sísifo a la dificultad anímica que conlleva el vivir. Para Camus: “seguimos haciendo los gestos que la existencia pide por muchas razones, la primera de las cuales es la costumbre”, y, debido a ella, no podemos reconocer el carácter ridículo que implica. Ese malestar de la cotidianidad, ese disgusto por la vida normada —señala el autor en La peste—, se mantiene contenido en nosotros precisamente por los hábitos que adquirimos. No obstante, la ruptura ante el ensueño de la costumbre y su pantomima, surge cuando nuestro entorno cotidiano, hasta ahora familiar, se nos aparece privado de ilusiones y de luces, cuando nos sentimos extranjeros ante lo cotidiano; y “ese divorcio entre el hombre y su vida, el actor y su decorado, es propiamente el sentimiento de lo absurdo”.
La actitud de Lester Nygaard en Fargo (2014) resulta comprensible una vez que traemos a colación el sentimiento de lo absurdo, y lo mismo podemos decir en el caso de los protagonistas de A Serious Man (2009) y The Man Who Wasn’t There (2001). Bajo un lente camusiano, la condición existencial de lo absurdo en estos filmes comienza a percibirse una vez que el individuo común rompe los gestos de la rutina y toma conciencia de las contradicciones de su vida. Joel e Ethan Coen, por lo tanto, evidencian el sinsentido cuando sus personajes, después de pasar toda una vida creyendo que habían reglas, descubren que no las hay, cuando caen en cuenta de que el mundo es un sitio carente de orden y significado.
Aunque la peste ante el pasar de los días está presente en cada uno de nosotros, o pueda encontrarse a la vuelta de la esquina —como diría Camus—, el éxito de los gestos de la rutina y el triunfo de cotidiano se debe a la comodidad que implican, a la seguridad que nos dan ante el drama diario. En Calígula, por ejemplo, el autor pone en boca de Quereas estas palabras:
“Me gusta la serenidad, la necesito. La mayoría de los hombres son como yo. Les resulta imposible vivir en un universo en el que, en un segundo, el pensamiento más extravagante puede penetrar en la realidad, en el que, las más de las veces, ese pensamiento penetra en ella como un cuchillo en el corazón. Yo tampoco quiero vivir en semejante universo. Prefiero saber por dónde piso.”
Situaciones como las de Quereas pueden ser fácilmente equiparables con el modus vivendi del individuo común coeniano. La mayor parte de los protagonistas están cansados con sus vidas, de haber optado por vivir de una manera y no de otra, y algunos de ellos quieren, a pesar de su conformidad, cierta validación y poder ante sus iguales, pero temen no poder soportar las consecuencias del cambio de paradigma. En la comedia sureña O Brother, Where Art Thou? (2000), por ejemplo, con la canción interpretada por “The Soggy Bottom Boys” (la banda ficticia que conforman Everett, Pete y Delmar), los Coen presentan su himno a esta condición existencial del individuo, pues se dice entre sus versos: “Soy un hombre que sufre un gran pesar. / He visto dolor todo mi día. / Ningún placer encontré en la tierra”.
El divorcio con ese pesar y esa serenidad, con las normas y juicios impuestos por los demás, “no nace del simple examen de un hecho o de una impresión, sino que brota de la comparación entre un estado de hecho y una realidad, entre una acción y el mundo que le supera”, menciona Camus. Así, el sentimiento de lo absurdo en el cine de los Coen es profundamente camusiano: surge por medio de una confrontación, aparece no sólo en la vida cotidiana o sólo en el individuo común, sino que está ahí en la disputa entre ambos, es el lazo que los unifica. Fuera de esto no hay absurdo, su superación es una lucha sin tregua.
Como consecuencia de ello, los protagonistas creados por los hermanos Coen obtienen tres opciones ante lo absurdo: vivir con el sinsentido de la vida y resignarse, crear un nuevo sentido a sus vidas o, por último, afrontar la muerte. Para ampliar este aspecto, sin embargo, hemos de enfocarnos en Ed Crane (Billy Bob Thornton) de The Man Who Wasn’t There —el film neo-noir que, para beneficio nuestro, es considerado como una adaptación libre de El extranjero, obra de Camus.
Si retomamos lo planteado en El mito de Sísifo, una vez reconocido que el mundo es contradictorio, resulta incapaz desprendernos del sentimiento de lo absurdo, quedamos ligados a él; allí yacen sus muros. Sin embargo, el acto de tomar conciencia de nuestra condición existencial es el mismo que nos otorga la fuerza para intentar escapar de este mundo y su sinsentido. Pensar el cine de los Coen bajo este lente resulta enriquecedor en la medida que nos permite comprender que los problemas existenciales y del sentido de la vida, son problemas que se encuentran latentes en la cotidianidad.
En The Man Who Wasn’t There, Ed Crane encarna a la perfección el arquetipo del individuo común: se nos presenta como un tipo taciturno, un barbero que trabaja para su cuñado, y que contrajo matrimonio casi por inercia con Doris (Frances McDormand), la cual esconde un amorío con su jefe. Ed Crane, a pesar de su sospecha ante la infidelidad de su esposa, no parece expresar emoción alguna, continúa su matrimonio por compromiso, y esto es así con los demás elementos de su vida.
Con el transcurrir de sus días, sin embargo, llega a su trabajo la oportunidad de invertir en un negocio. Ante el suceso, Ed menciona: “Mi primer instinto fue: ‘Es una completa locura’. Pero tal vez ese era el instinto que me tenía encerrado en la barbería, con la nariz contra la salida, temeroso de tratar de girar la perilla”. Esta oportunidad sirve como detonante para que nuestro personaje tome conciencia de su absurdo: vive una vida que nunca eligió, que le es indiferente, y ante la cual nunca se preocupó por tomar las riendas.
A partir de ahí, Ed es consciente del sentimiento de lo absurdo, ahora su estancia en el mundo es “como si hubiese logrado salir a la superficie y todos ellos aún estuviesen peleando ahí abajo”, menciona. Y, desde ese momento, en la confrontación con el sinsentido de su cotidianidad, intentará mejorar su vida chantajeando al jefe de su esposa para conseguir el dinero que necesita. Pese a ello, al igual que ocurre con Meursault en El extranjero, Ed Crane debe hacerse responsable por los crímenes cometidos en su intento de superar el absurdo.
En el último acto del filme se lleva a cabo el juicio de nuestro protagonista y, tal como le sucede a Meursault, no resulta ser un juicio sobre los crímenes cometidos por el personaje en función de sus actos, sino por el crimen cometido en función de su carácter. A Ed, en el fondo, no se le acusa por sus delitos. No, el jurado es una sociedad que le condena por no haber proseguido con la pantomima del individuo común, por no ser “un hombre moderno”, como lo llamaría Riedenschneider, su abogado. De hecho, la defensa que este último hace es crucial para entender nuestro punto, pues, en palabras de Ed Crane:
“Habló de cómo yo había perdido mi lugar en el universo, de lo ordinario que era para ser la mente maestra criminal que el fiscal había descrito (…). Les dijo que me miraran, que me miraran de cerca. Que cuanto más cerca me miraran, menos sentido tendría todo. Que yo no era el tipo de hombre que mataría a otro, que yo era el barbero, por el amor de Dios. Yo era igual que ellos: un hombre ordinario, culpable de vivir en un mundo que no tenía lugar para mí (…). Dijo que yo era un hombre moderno. Y si me declaraban culpable, prácticamente estarían apretando el nudo alrededor de sus propios cuellos. Les dijo que no consideraran los hechos, sino el significado de los hechos. Y luego dijo que los hechos no tenían ningún significado.”
Los hechos, al igual que el mundo, carecen de sentido por sí mismos. Ed Crane no podía desligarse ya de esta verdad. El motivo de su condena a muerte es equiparable a la de Meursault en El extranjero: “nada tenía que hacer en una sociedad cuyas reglas más esenciales ignoraba”. Ante la carencia de sentido, ambos evitan arrepentirse de sus actos, puesto que no hay verdaderamente nada por qué lamentarse. Y es por ello que los Coen nos ofrecen en The Man Who Wasn’t There su mejor representación del individuo común ante el absurdo: no sólo porque ha sido consciente de su condición, ha aprendido a vivir con ella y ha intentado dotar de un nuevo sentido a su existencia, sino porque, aún estando a las puertas de la muerte, Ed Crane opta simplemente por afrontarla sin más.
3. I know it sounds screwy, but someone’s calling from “The Future”

La comedia sobre secuestros, alfombras y bolos, The Big Lebowski (1998), se mantiene hasta hoy como uno de mis filmes predilectos. En ella encontramos tanto una muestra magistral del humor negro, como también un dominio lingüístico soberbio, presente en la elaboración de una jerga específica para cada personaje. Sin embargo, para efectos de este artículo, Joel e Ethan Coen nos entregan en la película a los peores enemigos del individuo común: los nihilistas, esos extraños personajes liderados por Uli (Peter Stomare), y que buscaban cobrarle dinero a “The Dude”. —Bromas aparte, es el nihilismo, y no los nihilistas del filme, lo que nos interesa ahora, pues ni siquiera podríamos considerar estrictamente “nihilistas” a unos sujetos que reclaman justicia como valor moral, ante el reclamo de Walter Sobchak (John Goodman) por no querer darles el dinero de un rescate.
Analizar el cine de los Coen a partir de una lectura camusiana, nos permite comprender que la actitud existencial del individuo común no es, pese a todo, una postura nihilista ante la vida. El nihilismo, como negación a todo valor, impide la creación de algo nuevo, de nuevos sentidos, de nuevas razones para vivir. Tomar conciencia del sinsentido de lo cotidiano no es para destruir el mundo, para negarlo sin más, y para negarnos a nosotros mismos. De lo que se trata es de estar vivo para confrontarlo. Es por ello que el suicidio, siguiendo El mito de Sísifo, no es una solución al absurdo, porque suicidarse es sólo declarar que la vida no merece ser vivida y, eliminando la vida misma, se niega toda posibilidad de confrontar el absurdo y crear nuevamente. Esto se resumen muy bien en las palabras de Larry Gopnik a su abogado en A Serious Man: “De la manera en que yo lo veo, es una oportunidad para mí de sentarme y organizar las cosas, de ver el mundo con una mirada fresca, en lugar de quedarme en la rutina, cansado, viendo las cosas de la misma manera…”.
El absurdo es difícil de soportar, menciona Camus en Calígula, pero aceptar la falta de importancia del mundo es el primer paso para la conquista de la libertad. Sin embargo, en el universo fílmico de los Coen, a sus protagonistas no les resulta tan sencillo esta conquista. Ellos reclaman la construcción de nuevos sentidos, persiguen las respuestas ante las interrogantes de sus vidas, pero se encuentran con muros difíciles de derribar. Ed Crane, nuevamente, sería tan sólo uno de los pocos casos que logra conquistar su libertad, pero la consigue al afrontar la muerte sin arrepentimiento.
Con los demás protagonistas, por el contrario, aparecen tres opciones para solucionar sus vidas: en primer lugar, el arte como método de creación, pero este se imposibilita por intereses mayoritariamente políticos; en segundo lugar se encuentra el dinero, el cual resulta ser un “arma de doble filo”, dado que expone el lado más corruptible del ser humano; y, por último, aparece la religión, pero esta se encuentra más cercana a una resignación ante la vida, que a una confrontación del absurdo. Empecemos profundizando el problema del arte.
En Hail, Caesar! (2016), la comedia de los Coen sobre la era dorada de Hollywood, la naturaleza divina de Cristo y la incipiente Guerra Fría, aparecen los principales autores intelectuales de la crítica política en el universo coeniano: los comunistas de “The Future”, un grupo de guionistas de la industria hollywoodense, partidarios del bloque soviético, que secuestran a la estrella de cine Baird Whitlock (George Clooney) y tienen de mascota a un perro llamado “Engels”. —En esta ocasión, no hay bromas aparte. Uno de los miembros que conforma “The Future” es Herbert Marcuse (interpretado por John Bluthal), quien fue un filósofo freudo-marxista y uno de los principales representantes de la Escuela de Frankfurt.
Marcuse (1898-1979), en su obra El hombre unidimensional, plantea una crítica hacia la sociedad industrial capitalista (aunque también realiza un paralelismo con la sociedad soviética), sus métodos políticos de represión social y las dinámicas publicitarias que influyen en la creación de nuevas necesidades sociales. Para el autor, el sistema capitalista, con el fin de garantizar su inmunidad ante todo posible cambio social, busca administrar y reprimir las necesidades orgánicas y estéticas de cada individuo. Aunado a ello, los medios de comunicación de masas —señala Marcuse— tienen el objetivo de vender determinados intereses particulares como si fuesen los intereses de cada individuo, consiguiendo, así, que las necesidades políticas de la sociedad se conviertan en necesidades y aspiraciones individuales.
Las implicaciones de pensar esta totalización y producción de los intereses y las necesidades, se convierten en un factor problemático cuando aparecen en ámbitos artísticos como los del cine. En una entrevista para la revista Fata Morgana (2010, n৹ 11), por ejemplo, el ya fallecido cineasta chileno Raúl Ruiz hacía hincapié en el aspecto de la territorialidad del cine norteamericano. Para él, el cine de Hollywood es una industria y, como tal, no tiene otra ambición más que producir películas a todo el mundo, todas realizadas a partir de reglas fáciles de compartir, sin importar el país en donde vayan a ser vistas. Esto significaría, en términos de creación, que “el cine no es ya nacional, ni internacional, ni arte. Es una industria donde todo puede existir (…), o sea, una especie de dominio del imaginario mundial”.
Críticas de este tipo podían observarse ya de manera implícita en varios largometrajes de los hermanos Coen, como en O Brother, Where Art Thou?, donde las campañas políticas de Menelaus “Pappy” O’Daniel y Homer Stokes hacen uso de la radio para comunicarse con las masas (según menciona el primero de ellos), y sacando provecho de la música popular como herramienta política para englobar el disgusto del pueblo. No obstante, es en Hail, Caesar! donde el discurso se expresa de mejor modo, y queda plasmado en el comentario que Baird Whitlock, luego de ser convencido por las teorías marxistas de “The Future”, le hace a su jefe Eddie Mannix (el supervisor de producción de Capital Pictures) —lamentablemente, el comentario es interrumpido por la serie de bofetadas que Mannix le brinda al actor—:
“No vas a creer esto: esos tipos incluso se han dado cuenta de lo que pasa aquí en el Estudio, porque el Estudio no es más que un instrumento del capitalismo (…), hace películas para servir al sistema, ¡esa es su función! Eso es lo que realmente estamos haciendo aquí: sólo confirmar lo que ellos llaman el ‘status quo’. Es decir, podemos contarnos a nosotros mismos que estamos creando algo de valor artístico o que hay algún tipo de ‘dimensión espiritual’ en el negocio del cine (…).”
Ahora bien, en medio de todo este tipo de discusiones, se encuentra inmerso el individuo común de los Coen. Ahí donde sus protagonistas han sido conscientes del sentimiento de lo absurdo y, para confrontar dicho sinsentido, buscan crear nuevos significados a sus vidas, la dimensión creadora del arte no es ya una opción. El arte en el universo coeniano queda supeditado a una reproducción de los intereses político-económicos, a un mantenimiento del sentido de comodidad que brinda la vida ordinaria, la vida normada.
Personajes como el dramaturgo Barton Fink, o el músico de folk Llewyn Davis (Oscar Isaac), quedan a la deriva al intentar construir significado por medio del arte ante el absurdo de sus vidas. El primero de ellos, descrito a sí mismo como un escritor que “escribe desde sus entrañas”, que no recibe paz al escribir, porque la escritura viene de un dolor interno, proveniente “de darse cuenta de que uno debe hacer algo por sus semejantes para ayudar a aliviar el sufrimiento”, termina subordinado ante una productora hollywoodense (Capitol Pictures, nuevamente) que sólo busca el cine como espectáculo, no como arte. Y, en Inside Llewyn Davis (2013), su protagonista termina sin oportunidad alguna en el ámbito musical, porque su sensible folk sobre canciones de viajeros y pescadores no es una fuente de ingreso económico para las disqueras.
Expresiones artísticas de este tipo, retomando a Marcuse, terminan desechadas ante la sociedad industrial capitalista o, peor aún, siendo absorbidas por ella, porque la lógica del capitalismo consigue introducir toda negación del orden establecido como una afirmación más: es tan sólo otro método para el control del imaginario social. En palabras del autor:
“El poder absorbente de la sociedad vacía la dimensión artística, asimilando sus contenidos antagonistas. En el campo de la cultura, el nuevo totalitarismo se manifiesta precisamente en un pluralismo armonizador, en el que las obras y verdades más contradictorias coexisten pacíficamente en la indiferencia.”
A fin de cuentas, no importa qué ocurra primero, en ambos casos el individuo común, en su faceta como artista absurdo, muere con la muerte de su arte y, con ello, cesa la conquista de su libertad en la lucha contra el sinsentido.
4. Where’s the money, Lebowski?

Concluido el aspecto del arte como solución ante el absurdo en el cine de los Coen, procedemos ahora con la segunda opción propuesta: el dinero. La crítica marcusiana sobre la producción de necesidades y aspiraciones individuales, abre paso a la consideración de dos juicios de valor mediante los cuales se organiza la sociedad. Estos, según se señala en El hombre unidimensional, han de ser: en primer lugar, “el juicio que afirma que la vida humana merece vivirse, o más bien que puede ser y debe ser hecha digna de vivirse” y, en segundo lugar, “el juicio de que, en una sociedad dada, existen posibilidades específicas para un mejoramiento de la vida humana y formas y medios específicos para realizar esas posibilidades”. El primer juicio fue ya tratado, en cierto modo, desde un abordaje camusiano, por lo que sólo nos resta el juicio de la igualdad de oportunidades.
En Burn After Reading, el personaje de Linda Litzke es, posiblemente, uno de los más interesantes para llevar a cabo este análisis. Linda es una instructora de gimnasio soltera, la cual siente que su edad y el paso de los años le juegan en contra, tanto para su trabajo como para encontrar una pareja adecuada. Ella, en su intento por sentirse mejor con su cuerpo y consigo misma, decide hacerse una serie de cirugías estéticas, cirugías que su seguro médico no puede costear. Establecida ya la necesidad de cambiar la normalidad de su vida, Linda encuentra un misterioso CD en el gimnasio, y opta por venderlo a la embajada rusa para mejorar su vida con el dinero obtenido, pues, según ella, el disco contiene datos secretos de la CIA. Al final de la película, con tal de atar todos los cabos sueltos de una serie de eventos fallidos, la CIA decide pagar por las cirugías estéticas de Linda, a cambio de su silencio sobre lo ocurrido.
Menciono el caso de Linda como un caso un tanto atípico en la filmografía de los Coen, puesto que, cada vez que sus personajes consideran el dinero como un medio de solución a sus problemas cotidianos, pocas veces consiguen lo que buscan. En O Brother, Where Art Thou?, Everett, Pete y Delmar ganan su libertad y un trabajo nuevo a costas de “Pappy” O’Daniel, pero su anhelo inicial de encontrar un tesoro queda inconcluso porque, para empezar, no existía tesoro alguno. En ambos casos, no obstante, el juicio marcusiano de la igualdad de oportunidades está latente, y el individuo común coeniano, sin libertad económica, comparte su lucha contra el sinsentido junto con la lucha por ganarse la vida. “Si no tienes tierras, no eres un hombre de verdad”, menciona Delmar en algún momento del filme.
El logro de la sociedad industrial avanzada es que “la diferencia decisiva reside en la disminución del contraste (o conflicto) entre lo dado y lo posible, entre las necesidades satisfechas y las necesidades por satisfacer”, señala Marcuse. De acuerdo con el autor, la función ideológica de esta nivelación de las distinciones de clase triunfa en el momento en que “la gente se reconoce en sus mercancías; encuentra su alma en su automóvil, en su aparato de alta fidelidad, su casa, su equipo de cocina”, o en sus cirugías estéticas, como en el caso de Linda Litzke. Esto permite, por consiguiente, la construcción del supuesto de que todas las necesidades cotidianas pueden ser satisfechas y están al alcance de cualquier clase social.
En el universo coeniano, esta posibilidad de satisfacer los anhelos de la existencia en función de la adquisición del dinero, no es una opción garantizada por el trabajo diario, ni mucho menos se obtiene por medio de la institucionalidad burocrática: no la ofrece el banco y tampoco la cubre el seguro social. El hecho de que uno de los principales símbolos de poder en la filmografía de los Coen sean los escritorios, se traduce aquí como un recurso humorístico que nos recuerda el intento fútil que significa buscar las soluciones a nuestros problemas cotidianos mediante recursos burocráticos. Un ejemplo insuperable de ello es dado por los Coen en su segundo largometraje, la comedia Raising Arizona (1987), cuando H.I. McDunnough (Nicolas Cage), tras el rechazo a su deseo de adopción por parte de todas las instituciones estatales—debido a su historial delictivo y estatus económico—, opta por robar uno de los quintillizos del adinerado Nathan Arizona.
El cine de los hermanos Coen es un cine irónico, no moralista; empero, esto no significa que no pueda ser entendido en términos morales. Encontrar en su filmografía un amplio repertorio de secuestros, extorsiones, estafas y codiciados montos de dinero, no es un hecho fortuito. Detrás de ello está, en primer lugar, la consideración de que el individuo común, a pesar de su intento por sobrevivir a la cotidiano, se ve presionado por una sociedad que le exige satisfacer sus anhelos, pero tantos requisitos le empujan a cometer actos criminales. En segundo lugar, el hecho de que sus historias se ubiquen geográficamente en EEUU, permite remarcar la imposición del “sueño americano” como un ideal para los individuos, y el impedimento de su realización es la crítica bufónica que los Coen dirigen hacia las contradicciones internas de la sociedad capitalista estadounidense.
Y, finalmente, el dinero no sería un aliado en la lucha contra el absurdo porque implica la muerte de sus protagonistas o, peor aún, la pérdida de su humanidad. “Una vez admitido que el Tesoro tiene importancia, la vida humana deja de tenerla (…), puesto que para ellos el dinero lo es todo, su vida no vale nada”, menciona Camus en Calígula. Así, entonces, filmes como Fargo (1996) o No Country for Old Men (2007) no hacen más que constatar que la maldad y los vicios de la moral pueden ser ilimitados, y que los actos humanos, en su intento de escapar del absurdo, pueden ser tan horrorosos como incomprensibles.
5. Is HaShem telling me that Sy Ableman is me?

Descartados el arte y el dinero como soluciones cotidianas ante el sentimiento del absurdo, los Coen nos ofrecen la religión como última alternativa. Esta opción, empero, no aparece en un sentido moralista, sino que su intención es irónica: lo religioso es el único resguardo para el individuo común cuando ya no tiene más medios ni el carácter para luchar contra el absurdo.
La presencia del judeocristianismo es una pieza recurrente en la filmografía de los hermanos Coen (Joel e Ethan son de ascendencia judía, incluso), por ello son comunes las discusiones y guiños a pasajes bíblicos o a las tradiciones judías. En Barton Fink, por ejemplo, en uno de los momentos de mayor tribulación del protagonista, este recurre a la Biblia y descubre que varios de sus pasajes se han modificado y le hablan directamente a él. Por otro lado, en una de las primeras escenas de Hail, Caesar! (y, en mi opinión, una de las más soberbias e hilarantes de toda la filmografía), Eddie Mannix discute con diferentes líderes religiosos a propósito de la fidelidad representativa de Cristo en un largometraje, consiguiendo sintetizar, en pocos minutos, la figura de Jesús para el judaísmo, el catolicismo, el protestantismo y la iglesia ortodoxa griega. Sin embargo, es A Serious Man el filme que se erige como mejor objeto de análisis.
En El hombre rebelde, Camus plantea el concepto de “rebeldía metafísica” como la actitud mediante la cual se lucha contra la condición existencial del absurdo. En palabras del autor:
“La rebeldía metafísica es el movimiento por el que un hombre se levanta contra su condición y la creación entera. Es metafísica porque contesta los fines del hombre y de la creación (…). El rebelde metafísico no es, pues, con certeza ateo, como podría creerse, pero es forzosamente blasfemo (…). El hombre en rebeldía desafía más que niega. Primitivamente, al menos, no suprime a Dios, le habla simplemente de igual a igual. Pero no se trata de un diálogo cortés. Se trata de una polémica que anima el deseo de vencer.”
Tanto para Camus como para los Coen, cada individuo puede ser definido a través de sus acciones. Sin embargo, mientras que el filósofo concibe el acto de rebeldía como una posibilidad de acción, el universo fílmico de los directores lo protagonizan personajes pusilánimes que están lejos de rebelarse contra su propia condición existencial, y para quienes el acto más sensato es buscar refugio en su religión —no es sorpresa que “religión” provenga del latín “religare”, que significa “unión”: el individuo común coeniano recurre a lo religioso porque es ahí donde consigue re-ligar, unificar, el sentido a su cotidianidad.
El judío Larry Gopnik, en A Serious Man, es la antítesis perfecta del rebelde metafísico y, al mismo tiempo, la mejor representación moderna del personaje bíblico de Job: tal como en el relato del Antiguo Testamento, Larry parece ser sometido de manera divina a una serie de calamidades que trastocan su vida diaria, entre las que destacan un divorcio, el tener que marcharse de su hogar, la pérdida de un ascenso laboral y un diagnóstico de cáncer. Pese a ello, Larry no se rebela ni contra Dios ni contra su propia existencia, sino que se mantiene resignado en buscar respuestas de Él por medio de los rabinos, teniendo fe en que las cosas que le suceden tienen un mensaje sagrado.
Lo anterior es remarcado por el primer rabino que Larry consulta, el cual le recuerda que “con la perspectiva correcta uno puede ver a HaShem interviniendo en el mundo. Él está en el mundo, no sólo en el shul [la sinagoga] (…). Tienes que ver estas cosas como expresiones de la voluntad de Dios. No tiene que gustarte, por supuesto”. Resulta interesante, por cierto, que los Coen opten por usar el término “HaShem” para referirse a Dios a lo largo del filme, puesto que HaShem, traducido en el hebreo como “El Nombre”, es el mejor modo de referirse a la deidad sin tener que nombrarla, manteniendo así, para efectos de nuestro abordaje, un carácter impersonal de los eventos absurdos en la vida de Larry.
En el cine de los Coen, los tiempos difíciles hacen salir a los tontos, y estos buscan respuestas fáciles a sus penas en la religión —tal como mencionan Everett McGill (George Clooney) y “Big Dan” Teague (John Goodman) en O Brother, Where Art Thou?—. Everett, incluso, ante la amenaza casi inminente de ser ahorcado con sus amigos, clama por intervención divina e, inmediatamente, es salvado por un torrente de agua. Sus amigos mencionan que fue un milagro, pero Everett, ahora sereno ante la ausencia del peligro, da una explicación lógica de lo ocurrido y sostiene que su ruego “cualquier ser humano lo haría en un momento de estrés”.
Retomando nuestro argumento, el individuo común, al optar por su resignación ante el absurdo, se convierte en uno de estos tontos. Ante el insoportable desvanecimiento del sentido de la vida y la carencia de razones para existir, lo cotidiano se sufre de mejor manera suprimiendo la voluntad de uno mismo ante la voluntad de Dios, pues, “como en todas las religiones, el hombre se ha liberado en ella del peso de su propia vida”, alega Camus en El mito de Sísifo.
El refugio del individuo común en el cristianismo, incluso, pasa por una identificación con la figura de Jesús, y esto no sólo es mencionado por Camus en El hombre rebelde, sino también por Baird Whitlock en Hail, Caesar!, en su papel del tribuno romano Autolochus Antoninus. Mientras Camus plantea que la figura de Cristo resuelve el problema del mal y la muerte, “que son precisamente los problemas de los hombres en rebeldía [y que] el dios hombre sufre también, con paciencia”; el personaje de Autolochus se pregunta lo siguiente sobre Jesús: “¿Por qué no debería el ungido de Dios aparecer aquí, entre estas personas extrañas, para cargar con sus pecados? (…) ¿Por qué no tomar esta forma? La forma de un hombre ordinario”.
De este modo, finalmente, el universo fílmico coeniano le cierra a sus protagonistas todas las puertas de una conquista de la libertad. Y la religión, dando más consuelos y esperanzas en lugar de respuestas, convierte la vida cotidiana en un espacio de resignación, donde los problemas existenciales se reciben devotamente.
6. Please, accept the mystery

Pensar el trabajo de los hermanos Coen es, sin duda alguna, reflexionar en torno a un trabajo homérico contemporáneo. Detrás de sus axiomas narrativos (como que nada queda impune y que el crimen siempre paga) se esconde una consideración trágica del mundo, donde una noción de “destino” se impone sobre lo cotidiano —y lo coloco entre comillas porque, en concordancia con El mito de Sísifo, “el corazón humano tiene una enojosa tendencia a llamar destino solamente a lo que lo aplasta”.
Largometrajes recientes como Hereditary (2018), dirigida por Ari Aster, o The Killing of a Sacred Deer (2017), del cineasta griego Yorgos Lanthimos, poseen elementos que pueden ser vistos como expresiones modernas de una tragedia griega: en ambos casos existe un fatum que domina la vida de los protagonistas, se augura de manera sobrenatural y, sin importar las acciones que se tomen, se cumple irremediablemente. En el caso de los Coen, la consideración es la misma, y este carácter trágico del mundo abarca su filmografía con diferentes intensidades.
Es sabido, incluso desde antes de su estreno, que O Brother, Where Art Thou? es la adaptación coeniana de la Odisea de Homero. Los paralelismos entre una obra y la otra son numerosos: inician con una invocación a las musas, los nombres y características de sus personajes se repiten a menudo —por ejemplo, el nombre completo de su protagonista es Ulysses Everett McGill, y su objetivo es volver a casa con su familia, después de haber estado mucho tiempo en tierras lejanas—, se comparten también la estructura de algunos eventos y, en ambas, el destino de nuestros viajeros es pronosticado por un oráculo no vidente. Casos como este son tan sólo algunos de los ejemplos que demuestran el interés de los Coen por la tragedia griega y las implicaciones que posee representar el destino como algo intrínsecamente cotidiano.
Aristóteles en su Poética realiza un estudio sobre las artes imitativas. Para el filósofo, la tragedia es un arte que imita las acciones y la vida, de modo que aspectos trágicos como la desgracia o la felicidad estribarían en la acción, pues, “por los caracteres se es de tal o cual manera, pero por las acciones se es feliz o lo contrario”. Y mientras que la tragedia, menciona el autor, se encarga de imitar a individuos mejores que nosotros, la comedia es imitación de individuos peores. En ambos casos, la representación que se haga tiene que ser precisa y, con la tragedia, tiene que ser noble.
El cine de los Coen resulta agudo en su manejo de estos tópicos, puesto que sus representaciones de la vida y sus personajes se trastoca: la tragedia y la comedia van de la mano y los personajes representados no son ni mejores ni más nobles que nosotros, sino un reflejo de nuestra propia condición ordinaria; no son héroes, como mencionamos al principio de este artículo. Pese a ello, la tragedia de lo cotidiano deja entrever que el absurdo, aunque surge de la toma de conciencia de las contradicciones de la vida diaria, está controlado de una u otra manera por fuerzas impersonales, y estas pueden ser de carácter divino, meramente causal, azaroso o predestinado.
En la escena final de Burn After Reading, un oficial de la CIA le rinde cuentas a su superior (J.K. Simmons) de cómo se han resuelto los problemas que ocurrieron a lo largo del filme. Sin embargo, el motivo detrás de todo lo que ocurrió sigue siendo un malentendido tanto para ellos como para los involucrados, y sólo nosotros los espectadores tenemos una noción de los hechos y sus hilos. La reunión entre ambos personajes termina cuando aceptan que no tienen idea alguna de que lo hicieron mal, y que podrían evitarlo en otro momento si tan sólo supieran, a ciencia cierta, qué fue lo que pasó.
Este sentimiento de incertidumbre ante el absurdo es una característica que encierra al individuo común, y reafirma la constitución fatalista del universo coeniano. En A Serious Man, la respuesta que el segundo rabino le brinda a Larry Gopnik aplica por igual para todos los personajes de los Coen: “No podemos saberlo todo” y, siguiendo su analogía, las inquietudes cotidianas ante el absurdo son como un dolor de muelas, se sienten un rato, pero desaparecen después, aunque el absurdo siga ahí.
¿Cuáles son, en definitiva, las fuerzas impersonales que parecen marcar el destino de nuestros protagonistas? No lo sabemos. La condición trágica, al igual que HaShem, “no tiene por qué respondernos (…). No nos debe nada. La obligación es en el sentido contrario”, dice el segundo rabino. La obligación del individuo común es camusiana: está en reconocer la lucha contra el sinsentido, pero aceptando el destino, en admitir que el mundo es irracional y que las contradicciones de la cotidianidad existen de tal modo para suscitar el sentimiento absurdo.
Tanto en A Serious Man como en The Man Who Wasn’t There, los Coen incorporan la paradoja del gato de Schrödinger y el principio de incertidumbre de Heisenberg, para darle una explicación al funcionamiento de su universo fílmico, y estos están para demarcar las limitaciones de la razón, para recordarle a sus personajes y a nosotros mismos que, cuanto más intentamos comprender los eventos del mundo, menos sabemos de ellos.
Si para Sísifo, dice Camus, lo trágico yace en la conciencia de su castigo y, pese a ello, algunos días puede cumplir su condena con dolor y, en otros, con gozo; en el cine de los Coen esto se traduce en encontrar comedia ahí donde se expresa lo trágico, y en comprender que la tragedia tiene su base en la enumeración y reforzamiento del sinsentido cotidiano. Si el individuo común de los hermanos Coen fuese un héroe trágico, esta sería su única condena: aceptar el misterio.
*El autor del artículo es filósofo, graduado de la Universidad de Costa Rica, y productor audiovisual / jesszeledon@gmail.com