
Hay algo en los ojos de Stanton Carlisle —interpretado por Bradley Cooper— que nos dice que su destino está sellado. La primera imagen que vemos en El Callejón de las almas perdidas es la de él arrastrando un cuerpo hacia la grieta de una vieja casa para luego prenderla en fuego. Después sigue su huída, no importa hacia dónde, solo importa que sea lejos, sin embargo, Cooper y el director Guillermo del Toro se encargan de que, sin importar cuánto se aleje, sus fantasmas lo sigan de cerca, porque él no es un fugitivo que huye de la ley, sino de sí mismo.
En su camino Stanton llega a un carnaval, allí se encuentran con el acto de un geek. “Pasen y véanlo ustedes mismos, ¿es una bestia o es un hombre?”, anuncia Clem, el dueño del carnaval, con uno de esos monólogos demenciales a los que Willem Dafoe ya nos tiene acostumbrados. Seguidamente, Clem tira una gallina a la fosa del geek para que este se la coma viva frente al público.
Guillermo Del Toro rápidamente crea una especie de reflejo entre Stanton y el geek: nuestro protagonista lo mira con una combinación de asco y empatía, pero en el aire se siente cómo comparten un sentimiento primal que los vuelve dos caras de una misma moneda.
Stanton luego se da cuenta que el geek —este hombre/bestia— no es más que un alcohólico al que Clem recogió de la calle y degradó emocionalmente a punta de licor y opioides hasta convertirlo en solo una sombra de lo que alguna vez fue un ser humano.
A pesar de esa primera aproximación con el geek, Stanton consigue trabajo en el carnaval. Es allí, en la primera mitad de la película, donde a del Toro se le ve más cómodo. Con un diseño de producción impecable, la mezcla de extravagancia y decadencia de la vida circense es perfecta para que los personajes inadaptados de del Toro cobren vida.
Stanton es cobijado por la pareja mayor de Zeena (Toni Collette) y Pete (David Strathairn), ambos tienen un código secreto de comunicación con el que pretenden leer la mente de los espectadores. Stanton se obsesiona con las habilidades mentalistas de Pete después de que este adivina la turbulenta relación con su padre. “Las personas están desesperadas por ser vistas, desesperadas por contarte quiénes son”, le dice Pete mientras le explica cómo hizo para leerlo como un libro abierto. El problema es que, después de sentirse desnudo frente a Pete, Stanton no quiere ser visto, sino ver; lo que irónicamente solo hará más transparente su tragedia.
Después de aprender los secretos del mentalismo de Pete, Stanton deja el carnaval junto a Molly (Rooney Mara), su interés romántico y el personaje peor aprovechado de la película. Ambos llegan a la ciudad y del Toro cambia esa fantasía circense donde más brilló por una historia neo noir sobre mentiras y mentirosos en la que, si bien es siempre competente, se vuelve menos único.
Pasados dos años en la ciudad, Stanton desoye el consejo de Pete y convierte su acto en un espectáculo paranormal, lo cual empeora su ya desgastada relación con Molly. En uno de sus shows conoce a la Dr Ritter (Cate Blanchett), una psicóloga que exquisitamente toma el rol de la femme fatale y empuja a Stanton lentamente hacia sus demonios.
Lo que sigue es la espiral decadente de un Stanton atormentado por los traumas insolutos con su padre (“siempre es el padre”, le dijo Pete una vez). Su tragedia es circular: el saber hacia dónde se dirige no la hace menos satisfactoria, pero sí más dolorosa.