‘Infinity Pool’: el legado de la nueva carne

‘Infinity Pool’: el legado de la nueva carne

I

En 1969, la escena del séptimo arte vio nacer a un ente capaz de desplazarse con agilidad y mucha destreza a través de géneros como el terror y la ciencia ficción. El nombre de este ser, David Cronenberg, dio a luz una seguidilla de criaturas fílmicas en el seno del llamado “body horror” u «horror corporal». Obras como The Fly (1986), por ejemplo, alcanzarían un estatus de culto y, con el pasar de los años, la semilla de su horror llegaría a infectar la mente de cineastas venideros. Lo que nos tomó por sorpresa, sin embargo, fue darnos cuenta que el director canadiense engendró, en 1980, a una criatura que llegaría a ser capaz de dar vida a sus propios horrores en la pantalla: Brandon Cronenberg. El pasado 1 de junio, las salas del Cine Magaly proyectaron el nuevo largometraje de este joven cineasta, Infinity Pool (2023), y en el presente escrito procedemos a diseccionarlo.

Brandon Cronenberg dio sus primeros pasos como director con un par de cortometrajes: Broken Tulips (2008) y The Camera and Christopher Merk (2010). Sin embargo, la primera manifestación significativa de su terrorífico potencial sucedió con el largometraje Antiviral (2012), en el marco de la sección Un Certain Regard en el Festival Internacional de Cine de Cannes. Tras esta primera muestra a gran escala, el cineasta presentó otro cortometraje más en el mismo festival, Please Speak Continuously and Describe Your Experiences as They Come to You (2019) y, luego de ello, se dedicó a incubar su siguiente película.

Mi primer encuentro con las criaturas del director se dio, precisamente, con ese segundo largometraje, Possessor (2020), mostrado para el horror y privilegio de todos en el Festival de Cine de Sundance. Acá, Andrea Riseborough y Christopher Abbott encarnaban un dúo protagónico impresionante, en un relato paranoico que mezclaba el terror y la ciencia ficción para presentarnos a una asesina a sueldo, cuyos homicidios se llevaban a cabo tomando posesión de otros cuerpos, gracias a un implante cerebral. Elegante y violenta, Possessor se convertiría en la carta de presentación del director canadiense y, en estos años, pasaría a formar parte de los referentes indispensables del horror corporal.

Dada la maestría de esta segunda obra, la siguiente propuesta de Brandon Cronenberg era esperada con impaciencia por los sedientos amantes del subgénero. Estrenada en Sundance, Infinity Pool atraería las miradas del público en gran medida por su dueto actoral: Alexander Skarsgård había mostrado una interpretación visceral en The Northman (2022), la épica vikinga de Robert Eggers; y Mia Goth recientemente había alcanzado el estatus de ícono del terror de las nuevas generaciones con X (2022) y Pearl (2022), ambas dirigidas por Ti West. Una vez cubierto este aspecto, sólo quedaba preguntarse si los rumbos que recorrería la trama de la película llegarían a ser igual de retorcidos que su predecesora. Tras su visionado, toca responder con rapidez: sí lo son.



En Infinity Pool, Skarsgård interpreta a James Foster, un novelista que se encuentra en un bloqueo creativo tras la publicación de su único libro hace ya algún tiempo. En busca de inspiración, el escritor decide tomar unas vacaciones junto con su esposa en un centro turístico ubicado en Li Tolqa, un país ficticio paradisíaco para los turistas, pero con altos niveles de criminalidad. A James le afligen dos aspectos: en primer lugar, que su novela no fue el éxito que él esperaba y, en segundo, que la riqueza económica de su matrimonio se debe únicamente a su pareja.

Durante su estancia en el complejo vacacional, nuestro protagonista conoce a Gabi, una joven interpretada por Mia Goth, quien asiste a Li Tolqa año tras año con su esposo. James se emociona al saber que ella le reconoció como escritor y es admiradora de su libro, por lo cual insiste en que ambas parejas abandonen los perímetros del hotel en busca de una tarde junto al mar. La salida no resultó del todo satisfactoria, puesto que, de regreso, James atropella a un hombre en la carretera, a causa de conducir bajo los efectos del alcohol. Debido al pánico que conlleva saber que el cuerpo yace sin vida sobre el pavimento, los involucrados deciden abandonar la escena y regresar a sus habitaciones en el hotel.

Al día siguiente, sucede lo inevitable: las autoridades de Li Tolqa llaman a la puerta y escoltan a James hasta la prisión. Las leyes de ese país son rígidas y arcaicas: demandan que, ante la muerte de un padre de familia, el culpable recibe la condena de ser ejecutado a manos del hijo mayor de la víctima. Pero, a su vez, las autoridades de Li Tolqa son corruptas, de manera que le ofrecen a James la oportunidad de ser clonado a cambio de una considerable suma de dinero y, en consecuencia, el clon recibe la condena frente a sus ojos. Nuestro protagonista accede, pide el dinero a su esposa y presencia la muerte de su «otro yo». La siguiente revelación se da cuando James descubre que Gabi, su esposo y otros turistas amigos, han accedido a ese mismo trato en años anteriores con tal de librarse de cualquier condena.


II

Infinity Pool resulta inicialmente atractiva puesto que, de entrada, su propuesta visual marca el tono de la historia que estamos por presenciar. Empezamos con una serie de planos holandeses que recorren vagamente las instalaciones del complejo turístico, causando con facilidad una sensación de vértigo. La paleta de colores desaturada y algo grisácea, resulta atípica en el contexto paradisíaco, y contrastaría abruptamente con la psicodelia de terror que presenciaremos más adelante. Las interacciones entre sus personajes se encuentran enmarcadas en primeros planos, a menudo haciendo un énfasis extremo en los detalles de los rostros, tales como los labios, por ejemplo. Incluso, la estructura arquitectónica de la prisión de Li Tolqa llega a evocar, en algunas ocasiones, esa decadencia que sólo podría ser vista en obras como Stalker (1979), del genio soviético Andrei Tarkovsky.

Es probable que quienes se aventuren en este viaje cronenbergiano sin conocer los detalles de su premisa, se encuentren con un guión que tarda en mostrar sus intenciones. En el caso de quien escribe estas palabras, el descubrir un relato sobre las clases adineradas, cargado de hedonismo y orgías alucinógenas, todo atravesado por la clonación como detonante narrativo, me hizo pensar en obras como La possibilité d’une île (2005), la novela de ciencia ficción escrita por el polémico Michel Houellebecq. Pero, mientras que el autor francés se interesa en la posibilidad de los clones como una nueva etapa en el desarrollo evolutivo humano, una en la cual el cuerpo pueda ser modificado para despojarse del dolor que acaece tras el exceso de los placeres; el director canadiense sugiere, en contraposición, pensar a los clones como instrumentos sujetos a la satisfacción de la carne, como si se tratasen de una suerte de comodín para salvar la vida de aquellos que buscan transgredir las normas morales sin consecuencia alguna.

Dicho de este modo, la sádica pesadilla que Gabi y sus colegas hacen realidad cada año en Li Tolqa, y en la cual involucran a James contra su voluntad, convierte a Infinity Pool en una obra que va más allá de la violencia gratuita: es, en el fondo, un comentario sobre los privilegios que poseen los turistas del Norte global en los países menos desarrollados o con políticas internacionales fáciles de sobornar. Li Tolqa, al igual que muchos destinos paradisíacos de nuestra región, parece existir sólo para el goce perverso e insaciable de las clases con mayor caudal económico, es el patio de juegos para extranjeros que viajan con tal de despojarse de todo vestigio moral.

En cuanto al funcionamiento de la clonación, Brandon Cronenberg aboga por mostrar a la audiencia sólo lo necesario, dejando envuelto en un halo de ambigüedad aquellas interrogantes concernientes a si existe o no la posibilidad de clonarse en otros países o, incluso, se niega la pregunta clásica sobre el original y el simulacro. Esta parece ser una postura arriesgada por parte del cineasta, dado que los espectadores, ante la presencia del doble como recurso narrativo, podrían esperar una representación de tropos como el doppelgänger y la suplantación de la identidad. En años recientes, hemos visto tratamientos similares en largometrajes como Enemy (2013) de Denis Villeneuve y Us (2019) de Jordan Peele, en los cuales la existencia del doble significa una amenaza latente al protagonista. Pero, por otro lado, también hemos podido presenciar propuestas como Moon (2009) de Duncan Jones o Swan Song (2021) de Benjamin Cleary, los cuales juegan con las expectativas de su audiencia al presentar al doble como la posibilidad benigna de una nueva vida.

Si tuviese que posicionar el largometraje de Brandon Cronenberg en este espectro, estaría más cercano al segundo grupo. Los clones en Infinity Pool no representan un peligro para los personajes auténticos; al contrario, se encuentran sometidos a la violencia de sus predecesores, y la muerte de cada réplica parece dotar de vitalidad al impulso de brutalidad y desenfreno de los crueles turistas. Es en este último aspecto donde yace la semilla del horror corporal de Infinity Pool: el terror nace del abuso desmedido hacia una carne que, en un estricto sentido genético y fenotípico, es igual a mí, pero no soy yo, y cuya muerte ante mis ojos ofrece una nueva oportunidad para proseguir con la transgresión hacia los demás.

El juego enfermizo al que se someten los personajes refleja una dinámica característica en el subgénero. Desde sus albores victorianos con Frankenstein (1818) de Mary Shelley, la mezcla entre el horror y la ciencia ficción ha prestado un especial interés en los límites del cuerpo humano y la potencia de la carne para transformarse a sí misma, incluso si no se tiene control sobre esa metamorfosis. En el séptimo arte, esto se ha inmortalizado en la máxima «¡Larga vida a la nueva carne!», dicha a todo pulmón en Videodrome (1983) de David Cronenberg, y cuyo lema ha sido retomado nuevamente por el cineasta en Crimes of the Future (2022). La incidencia de lo tecnológico como modificador de la carne y catalizador de nuevos cuerpos también ha aparecido en clásicos como Tetsuo: The Iron Man (1989) de Shinya Tsukamoto y Re-Animator (1985) de Stuart Gordon, o en propuestas más cercanas como Titane (2021) de Julia Ducournau y la pesadilla animada Violence Voyager (2018) del japonés Ujicha.


III

Si partimos de un acercamiento histórico de esta índole, podemos ver que la más reciente creación de Brandon Cronenberg se inserta con fidelidad en la tradición discursiva de su propio subgénero. El abanico temático y posmoderno que ofrece el horror corporal es una puerta que facilita la exploración de nuevos temores colectivos. La desconfianza ante el avance de la tecnología en materia de clonación podría estar en los usos que recibirían nuestros duplicados y no en la agencia que estos podrían tener frente a nosotros. Por otro lado, podría atreverme a señalar que la violencia hacia los dobles presentada en Infinity Pool, posee un peso significativo en un período cinematográfico que ha mostrado cierta tendencia hacia los relatos multiversales, con encuentros amistosos entre un protagonista y sus «otros yo», siempre buscando la resolución de crisis existenciales.

Sin embargo, para cerrar con este escrito considero pertinente señalar que, en comparación con Possessor (2020), Infinity Pool adolece de una flaqueza en su guión. Si bien es cierto que la ambigüedad con la cual se abordan determinados aspectos da paso a un sentimiento de incertidumbre y angustia, la falta de agudeza para profundizar problemas como la noción de identidad en James Foster o su crisis artística, denota un desacierto intelectual que, en el anterior largometraje del cineasta, dotaba de mucho magnetismo. El terror, en términos generales, es un género que juega con lo-que-no-se-ve y lo-que-no-se-dice, pero hay ocasiones en las que una propuesta conceptual tan rica amerita ser puesta a cabalidad sobre la mesa, con tal de ser devorada hasta la última porción.

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